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La insignia
29 de marzo del 2003


El fin del mundo


Ignacio Escolar (*)
La Insignia. España, marzo del 2003.


Arrepentios de vuestros pecados, el fin de los tiempos tal vez esté a la vuelta de la esquina. El Némesis podría llegar con la forma de un gran asteroide, un virus modificado genéticamente o una explosión de rayos gamma. No lo sueñan los profetas: lo dicen los científicos.


Los más afortunados sólo tendrían unos momentos para sentir pánico. Aparecería una enorme bola de fuego en el cielo y, en pocos segundos, llegaría el impacto. La atmósfera ardería, alcanzando temperaturas de cientos de grados centígrados. Toda forma de vida en un radio de diez mil kilómetros simplemente se evaporaría. Enormes terremotos, olas gigantes y volcanes en erupción devastarían la Tierra. En las antípodas del punto de impacto, las ondas sísmicas crearían al chocar una nueva y gigantesca montaña. Y esto sería sólo el principio.

Los desafortunados, los supervivientes, jamás volverían a ver la luz del Sol. La atmósfera quedaría cubierta durante años por una densa capa de polvo. El planeta se sumergiría en las tinieblas, no habría diferencia entre la noche y el día. La temperatura no superaría los 20 grados bajo cero, incluso en el ecuador, y casi todas las plantas morirían. El aire se volvería irrespirable poco a poco por falta de oxígeno. La gran mayoría de las formas de vida se extinguirían para siempre.

No sería la primera vez que sucede. Hace 250 millones de años, un meteorito que impactó en lo que hoy es Canadá acabó con el 90 por ciento de las especies. El siguiente accidente cósmico, el asesino de los dinosaurios, fue menos terrible. Chocó en la península de Yucatán, en México, hace 65 millones de años con una fuerza del impacto equivalente a la de cinco mil millones de bombas atómicas. Sólo el 20 por ciento de las formas de vida pudo contarlo. Todo bicho más grande que un ratón entró para siempre en la historia.


2002NT7: ¿El número de la bestia?

El pasado 9 de julio, los astrónomos temieron que el cielo se derrumbase sobre sus cabezas. Un equipo de la NASA localizó un asteroide -bautizado con el poco atractivo nombre de 2002NT7- que pasará dentro de 16 años a una distancia demasiado corta de la Tierra. Este cuerpo celeste no es especialmente grande: apenas cuenta con dos kilómetros de diámetro, la quinta parte de lo que se calcula medía el que exterminó a los dinosaurios. Pero en caso de que impactase con nuestro planeta, le bastaría para arrasar un continente y acabar con la vida de centenares de millones de personas. Posteriores cálculos más precisos sobre su trayectoria alejaron el miedo. "Podemos descartar las posibilidades de que haya un impacto el 1 de febrero de 2019", aseguró recientemente el doctor Don Yeomans, del Laboratorio de Propulsión de la NASA. Sin embargo, la órbita del 2002NT7 todavía no está clara y la agencia espacial estadounidense aún no ha desestimado que nos crucemos en su camino el 1 de febrero del año 2060, durante su próximo vuelo rasante.

Aunque la mayoría de los científicos han criticado el tratamiento que la prensa ha dado a la noticia -la tachan de excesivamente alarmista-, algunos aseguran que aún no podemos respirar tranquilos. Según el doctor Benny Peiser, antropólogo experto en extinciones de la Universidad John Moore de Liverpool, todavía es demasiado pronto para celebraciones. "Sería prudente advertir que las observaciones a corto plazo puedan resultar en nuevas fechas de impacto", asegura Peiser. "Es el objeto más amenazante en la corta historia de la detección de asteroides", recalca el científico inglés.

Pero no sólo preocupa el 2002NT7. Cerca de la órbita terrestre circulan muchos otros asteroides y cometas capaces de provocarnos bastante más que un chichón, y apenas un centenar de astrónomos se ocupan de rastrear el cielo para calcular posibles accidentes. Según David Morrison, de la NASA, "un ataque de asteroides podría tener lugar con mucho menos de treinta años de aviso". Según la estadística, el siguiente gran accidente sucederá en cualquier momento durante los próximos 35 millones de años, ya que nos toca uno cada 100 millones y el último impacto terrible fue el que acabó con los dinosaurios. El popular novelista y divulgador científico Arthur C. Clarke lo tiene claro: "El choque con un asteroide de gran tamaño es inevitable antes o después. Tal vez no acabe con el hombre, pero podría mandarnos de vuelta a la Edad de Piedra". A juicio de Stephen Hawking, tenemos riesgos más acuciantes por los que preocuparnos.


Apocalipsis biotecnológico

Stephen Hawking -el físico británico al que algunos consideran el científico más brillante de su generación y todos reconocen como el más popular- es también autor del bestseller "Breve historia del tiempo". Según sus últimas afirmaciones, nuestro futuro será aún más corto. "No creo que la raza humana sobreviva otro milenio", asegura.

Hawking teme los avances de la biotecnología. Al igual que hoy cualquier adolescente con un ordenador y una conexión a Internet es capaz de crear un virus informático demoledor, los avances en las técnicas de ingeniería genética democratizarán la destrucción masiva. "Estará al alcance de cualquier grupo terrorista o fanático religioso crear un virus mortal capaz de acabar con el ser humano", pronostica.

El físico inglés, sin embargo, no es del todo pesimista y confía en que hagamos caso al viejo refrán y no pongamos todos los huevos en la misma cesta. Espera que para entonces la humanidad haya colonizado otros planetas, lo que nos permitiría sobrevivir como especie. Irónicamente, la biotecnología que tanto teme Hawking es, a su juicio, la llave que nos abrirá las puertas de la galaxia. Según el científico, la ingeniería genética servirá para modificar al hombre para que sea capaz de soportar el largo viaje espacial hasta otros mundos.

La temible profecía, que se puede considerar un síntoma más del miedo al terrorismo desatado en todo el mundo tras el 11 de septiembre, no es compartida por todos los científicos. Benny Peiser da la vuelta a la teoría de Hawking y pone a los avances científicos de nuestra parte. Argumenta que los humanos y nuestros ancestros homínidos han superado problemas más graves con menos facilidades: glaciaciones, meteoritos o grandes epidemias. "La evolución tecnológica ha alcanzado un nivel de complejidad que hace que nuestras posibilidades de supervivencia sean hoy más altas que nunca en la historia", dice Peiser.

Sin embargo, son también muchos los que ven el lado oscuro al avance tecnológico. Aseguran que el desarrollo industrial de los últimos dos siglos representa hoy el mayor peligro contra nuestro ecosistema, la principal amenaza para la vida en el planeta. Otra vez Stephen Hawking encabeza a los pesimistas: "Tengo miedo de que la atmósfera se haga más y más caliente hasta que sea como la de Venus, con ácido sulfúrico en ebullición".


Las negras profecías de los verdes

Desde la Revolución Industrial, la temperatura media de la Tierra ha aumentado medio grado. La atmósfera se está transformando. La concentración de CO2 ha crecido un 25 por ciento; la de óxidos nitrosos, un 19 por ciento; la de metano, un 100 por cien; y la de los clorofluorcarbonos (CFC), un 200 por ciento. Así lo asegura un estudio realizado por Robert K. Kaufmann y David I. Stern, del Centro de Energía y Estudios Ambientales de la Universidad de Boston.

El sobrecalentamiento de la atmósfera como consecuencia del denominado "efecto invernadero" se produce cuando estos gases forman una película que permite la entrada en la atmósfera de los rayos infrarrojos procedentes del sol pero evita su salida, lo que provoca que aumente la temperatura.

Kaufmann y Stern afirman que el aumento en las temperaturas se acentuará. Según sus investigaciones, las emisiones de azufre -que se han reducido durante los últimos años para evitar la lluvia ácida- ayudaban a enfriar la atmósfera, compensando el efecto invernadero que provocan los otros gases. Para el futuro pronostican un aumento de hasta tres grados centígrados en la temperatura media del planeta. Estos dos científicos aseguran que el hombre es el único responsable de estas modificaciones en el ecosistema cuyas consecuencias podrían ser tan temibles como desconocidas.

Aunque el cambio climático cada vez es más difícil de ignorar, el otro Némesis de los ecologistas -el agujero de la capa de ozono en el polo sur- parece hoy menos aterrador. La NASA asegura que esta capa protectora se está recuperando. Las últimas mediciones, realizadas durante el mes de septiembre, demuestran que la superficie del agujero es ahora de 15,5 millones de kilómetros cuadrados, el mejor dato desde 1998. El año pasado el agujero alcanzó los 26,4 millones de kilómetros cuadrados.

Pese a la buena noticia, no está claro que esta mejoría sea mérito de la disminución en el uso de gases CFC, los supuestos culpables. Según Paul Newman, experto medioambiental de la NASA, "el agujero ha disminuido de tamaño debido a que las temperaturas han sido más altas de lo normal en áreas cercanas al Polo Sur, así como a una característica circular de los vientos que soplan en la estratosfera sobre la Antártida". En lo que todos coinciden es en la importancia de la capa de ozono -que nos protege de las radiaciones ultravioletas del Sol- para la permanencia de la vida sobre la Tierra.

Sin embargo, pese al riesgo que puedan suponer los gases CFC, el botón más peligroso para el planeta no es el de los desodorantes. Según el mito es un interruptor de color rojo y está al alcance de un hijo de papá, belicista de actitud chulesca, con un pasado de adicción a la cocaína y el alcohol: George W. Bush.


Hecatombe nuclear

M.A.D. son las siglas inglesas de "destrucción mutua asegurada". Si se quitan los puntos entre las letras, si se eliminan los matices, se traduce simplemente como "loco". Durante la Guerra Fría, los teóricos militares estadounidenses llenaron miles de folios sobre esta esquizofrénica táctica defensiva que consumió innumerables recursos y puso al mundo en varias ocasiones al borde del infierno. La estrategia M.A.D. consistía en igualar el armamento atómico del contrario para desincentivar un ataque: ojo por ojo. Si el resultado es un empate nadie comenzará la guerra, argumentaban los señores del átomo. La herencia de la alocada política atómica que provocó esta estrategia sigue siendo mortal pese a los sucesivos tratados de desarme. Actualmente Estados Unidos y Rusia conservan cada uno entre 5.000 y 6.000 cabezas nucleares. En el peligroso club atómico también se encuentran China, Reino Unido, Francia, Israel, Pakistan y La India, mientras que Corea del Norte e Irán están desarrollando su arsenal nuclear.

Para el experto en temas atómicos Stephen Young, de la Union of Concerned Scientists, el peligro de una guerra nuclear no ha desaparecido con el fin de la Guerra Fría, incluso podría ser mayor que antes. "Corremos un serio riesgo de que un error o un accidente provoque una catástrofe nuclear, ya que los sistemas de seguridad rusos son menos estables", asegura Young. Según Peter Pry, ex miembro de la CIA y del Comité de Seguridad del Congreso de los EEUU, uno de estos errores estuvo a punto de costar carísimo el 25 de enero de 1995. Ese día los radares rusos detectaron un misil nuclear Trident D-5, supuestamente lanzado desde un submarino estadounidense. La alarma inició todos los preparativos para un contraataque que hubiese devastado Estados Unidos y Europa occidental.

Los rusos sólo tenían ocho minutos antes del impacto y sus militares temían que se tratase de un primer misil cuya misión consistiese en bloquear las comunicaciones mediante una explosión de pulso electromagnético; una avanzadilla que haría imposible el contraataque y dejaría al país expuesto ante un ataque masivo. Según Pry, Boris Yeltsin tuvo en su mano temblorosa el maletín con el botón nuclear y tan sólo 30 segundos antes de que se acabase el plazo de respuesta, los radares rusos identificaron al misil como lo que era en realidad: un cohete noruego para un experimento científico. Las autoridades rusas reconocieron después el incidente, aunque negaron algunos de los detalles de la versión de Peter Pry. Probablemente nunca sabremos con certeza qué es lo que sucedió durante esos críticos minutos. Ese día, el destino de todo el planeta pudo depender de un político famoso por sus borracheras de vodka. Sin embargo, la radiación mortal podría llegar desde mucho más lejos, más allá del alcance de la mano de cualquier hombre.


La supernova asesina

Una curiosa carambola galáctica podría acabar con la vida sobre la Tierra. A 150 años luz de distancia de nuestro planeta se encuentra una estrella agonizante, llamada HR 8210. Se trata de una enana blanca que se encuentra en un inestable límite. Si su masa aumenta un poco más, explotará convirtiéndose en una supernova que provocaría una lluvia de radiación mortal demasiado cercana a nuestro delicado mundo como para que pudiésemos contarlo.

Junto a la HR 8210, según ha desvelado Dave Latham, de Harvard, existe otra estrella moribunda que pronto podría convertirse en una gigante roja. Cuando la metamorfosis se produzca, aumentará su tamaño y parte de su materia podría caer sobre la HR 8210. El peso extra sería suficiente como para que la enana blanca explotase. Por suerte, el billar galáctico se mueve muy despacio para la escala de tiempo humana y esta curiosa carambola sucederá en algún momento... de los próximos millones de años.

En cualquier caso, ninguno de estos desastres tiene garantizado el exterminio humano. Pero, si todos los demás guiones para el fin del mundo fallan, la certeza es que la función terrestre se acabará cuando nuestra estrella, el Sol, consuma toda su energía. Afortunadamente el astro rey aún se encuentra en la mitad de su vida, por lo que podremos disfrutar (de este sistema solar) al menos unos cuantos miles de millones de años más.


Los falsos profetas

No es la primera vez que sesudos científicos alertan sobre el fin del mundo y, hasta ahora, todos los que así lo han pronosticado han tenido un 100 por cien de errores.

Cuerpos celestes alineados. Una carambola estelar valió al doctor Julian Salt, experto en desastres naturales, un jugoso trabajo y el fin de su prestigio académico. A mediados de 1998, pronosticó enormes terremotos y maremotos que asolarían el globo el cinco de mayo de 2000. En esa fecha, los seis mayores planetas del sistema solar -Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno- se situaron en línea recta. Según Salt, esta posición generaría tensiones gravitatorias que provocarían enormes mareas con olas de más de un kilómetro de altura y otras lindezas. Pese a que los astrónomos ridiculizaron la teoría -la influencia de la gravedad de estos planetas sobre la Tierra no es nada comparada con la Luna-, Salt asustó lo suficiente como para que una importante compañía de seguros londinense le contratase para evaluar los costes de las indemnizaciones.

Estafa 2000. El error del milenio -ese "bug" informático en el sistema de fechas que se utilizaba en la mayoría de los sistemas electrónicos- se convirtió en el mejor negocio del siglo. Entre los apocalípticos del "Efecto 2000" hubo incluso quien apostó por una hecatombe nuclear, con misiles rusos despegando sin control por culpa error. El mayor apóstol del Némesis digital fue Peter de Jager, un avispado informático que en 1993 alertó de la catástrofe... meses antes de crear su propia consultora, especializada en solucionar el problema. Entre las empresas y gobiernos de todo el mundo se gastaron 60 billones de pesetas, el mayor dispendio económico desde la Segunda Guerra Mundial.


La herencia humana

¿Y si el hombre se extingue? Muchos científicos trabajan en proyectos para garantizar que nuestro legado cultural no muera con nosotros. El más ambicioso es el proyecto KEO, que está desarrollando un grupo francés. Pretenden reunir una enorme base de datos con toda nuestra sabiduría y después ponerla en órbita mediante un satélite. Si sus cálculos son correctos, la sonda girará sobre la Tierra durante 50.000 años hasta caer de nuevo sobre ella para desvelar a lo que allí sobreviva cómo era el ser humano del siglo XXI.

Más sorprendente aún es la idea planteada por el experto informático Jaron Lanier, el padre de la "realidad virtual". Propone que se codifique la información que se desee mandar al futuro dentro del código genético del animal que más posibilidades tiene de sobrevivir a cualquier desastre: la cucaracha. Según Lanier, este odiado insecto es perfecto para la misión ya que su código genético no ha evolucionado apenas en millones de años y cuenta con numerosas zonas redundantes que se podrían manipular sin que la cucaracha mutase su forma o comportamiento.


(*) Ignacio Escolar es editor de SpanishPop.
Artículo publicado originalmente en GQ.



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