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13 de junio del 2003 |
Jesús Gómez
Acababa de salir de un conocido local nocturno, hacia las tres de la madrugada. La hora anterior había transcurrido entre el fin de mi paquete de tabaco y la enésima tonta del mundo del espectáculo, una aparición de yo yo yo y mírame pero que mona que me provocó un insuperable acceso de aburrimiento. De vuelta a casa, y mientras buscaba desesperadamente algo fumable, me encontré con Marga y su presa del viernes, una especie de clon de la tiparraca del club. Como llevábamos el mismo camino, continuamos juntos. Durante diez minutos, dimos un repaso a fondo al turbio asunto de la Comunidad de Madrid y a un par de cuestiones aledañas; o debiera decir que Marga y yo dimos, porque el individuo-presa no tenía más interés que hablar de su último corto (otro más: puñetera plaga de idiotas). Después, por supuesto, saltamos a la noticia del día, la muerte de Gregory Peck. Ya me extrañaba a mí que la noche de luna llena concluyera sin situaciones extrañas. No creo en esas cosas; es decir, no dudo que nuestro satélite afecta a mareas de lo más diverso, pero en la mayoría de los casos sólo es tontería, algo así como el rollete setentero de los signos del zodíaco. Sin embargo, los hechos importan poco en materia de fe; si alguien cree en la bondad del mercado, en la dictadura del proletariado o en el mito del buen salvaje, por qué no va a creer, por ejemplo, en el efecto de la luna sobre sus calcetines. La mención del actor provocó una curiosa reacción en el individuo-presa: comenzó a soltarnos un principio de conferencia sobre las supuestas maravillas de cierto «cine de autor» y cargó sin miramientos contra King Vidor, Elia Kazan y otros seres, en su opinión, irrelevantes. Conozco a Marga desde hace años y sé lo que significa ese brillo en los ojos, esa sonrisa, esa voz súbitamente pausada. Hasta ese momento, arrastraba al tipo entre sus ocho patas, bien envuelto en hilo de seda, para divertirse un poco antes de arrojarlo a la calle a primera hora; en ese momento, la diversión cambió de carácter y se convirtió en carnicería. No sé qué tienen algunos en la cabeza; cerebro, lo dudo. Puedo llegar a comprender que alguien sea tan esnob o tan estúpido como para atacar todo el gran cine de la época dorada de Hollywood y preferir determinadas bazofias cinematográficas, pero de ninguna manera entiendo que se pueda llegar hasta el extremo de arruinar un buen polvo. Y eso fue exactamente lo que hizo quien debía ser amante de una noche y terminó a dos velas. Permanecí al margen durante la lección; no era asunto mío y me habría marchado de no ser por la mano que Marga puso en mi brazo izquierdo, mano de ahora te esperas, mano de después hablamos. Hacía tiempo que no contemplaba un acto de estilo tan perfecto: el humor y la ironía de Vacaciones en Roma, la justicia de Matar a un ruiseñor, la pasión de Duelo al sol y la energía de Acab en Moby Dick. Después de eso, dedidí que no escribiría nada sobre la muerte de Gregory Peck. Para qué: ella ya lo había escrito. Lo demás fueron cosas entre el cielo y la tierra, cosas nuestras. Y no encontré tabaco. |
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