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La insignia
29 de julio del 2003


Labriegos sencillos


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, 28 de julio.


He vuelto una vez más a San José, adonde llegue por primera vez hace cuarenta años y me quedé a vivir por una larga y dichosa temporada que se prolongó más de lo que yo hubiera creído nunca, suficiente para que nacieran aquí mis tres hijos, y suficiente para que aprendiera a salir a la calle armado siempre de un paraguas funeral, algo que en Nicaragua no dejaba de ser una excentricidad, si allá los aguaceros imprevistos, que nunca son mansos y ocurren entre relámpagos, se reciben a cabeza descubierta.

En este valle cercado de montañas entonces vírgenes, en cambio, la lluvia era tan fina como puntual, y empezaba a desprenderse de los cielos brumosos a las dos en punto de la tarde, dejando su huella brillante sobre los techos de zinc y las azoteas. Entonces los límites domésticos de la ciudad estaban definidos por el río Torres hacia el sur, y el río María Aguilar, hacia el norte, un plano de calles tiradas a cordel de las que ya había desaparecido el tranvía, y oscurecidas ahora por el humo de los escapes de los autobuses que subían hacia Cuesta de Moras y bajaban hacia la planicie de La Sabana.

Los costarricenses hablan siempre de su aldea, como una manera de seguir amparándose en una vestidura provinciana para precaverse de las acechanzas y peligros que todo lo que viene de lejos trae consigo, aunque hayan sucumbido ya desde hace tiempo a los embates de lo foráneo. El anfiteatro que rodea la meseta representó siempre esa pretendida defensa, porque para entrar a la capital desde las costas era necesario aventurarse a escalar por los pasos de montaña.

Ahora, toda previsión es inútil. La ciudad ha desbordado hace tiempo sus viejos cuadrantes, y las autopistas llevan hasta lo que antes fueron lejanas poblaciones vecinas, Escazú, Desamparados o Curridabat, haciendo de todo una macrópolis que llegará a tragarse a las ciudades de Heredia, Alajuela y Cartago, una macrópolis se abre, además, a los vientos cosmopolitas a través de los veneros del turismo, como se abre todo el país, que funciona en razón de la presencia de los visitantes extranjeros, y se ha entrenado a lo largo de los años para ello.

Yo conocí esta aldea de labriegos sencillos en tiempos más apacibles, y aprendí a penetrar los secretos de lo que semejante auto denominación entrañaba, una manera de alzar una pared engañosa que despistara a los extraños y alejara las perturbaciones; una pared virtual a través de la que tantos centroamericanos pasamos, sin embargo. Era la Centroamérica de cementerios clandestinos, y San José el refugio para centenares de exiliados, muchos de ellos intelectuales, artistas y escritores. Me atrevo a asegurar que sin aquel mecanismo, mucha de la cultura centroamericana no existiría, porque se hizo desde San José, detrás de la pared protectora.

Ya para entonces la Universidad de Costa Rica tenía su propia ciudad universitaria en San Pedro, con su radio universitaria y su editorial universitaria, y pronto se abrirían la Universidad a Distancia y la Universidad Nacional. Había al menos tres librerías importantes a lo largo de la avenida central, las mejores de Centroamérica, librerías verdaderas que fueron claves en mi formación literaria, y existía también la Editorial Costa Rica; a finales de los años sesenta funcionaban cada noche ocho salas de teatro, y no tardarían en organizarse la Orquesta Sinfónica Nacional y la Compañía Nacional de Teatro. Demasiado para una aldea que acogía ahora a directores actores teatrales, músicos y pintores que huían de las dictaduras del cono sur. La aldea, terminó siendo cosmopolita.

Al regresar esta vez, empeñado en perseguir las huellas de Yolanda Oreamuno y de Eunice Odio, dos escritoras extraordinarias y trágicas, adelantadas en todo a su época, que serán personajes de mi próxima novela, me he dejado llevar de la mano de Guido Sáenz, el ministro de Cultura, y de Samuel Rovinski, director del Teatro Nacional, para ver lo que hay ahora en la aldea, además de las torres de los hoteles y los malls que se alzan entre las serranías del paisaje, a lo largo de la autopista que lleva a Santa Ana. Un concierto de la Orquesta Juvenil de las Américas, dirigida por Carlos Miguel Prieto, en el Teatro Popular Melico Salazar; la función de estreno de la ópera Carmen, de Bizet, montada por la Compañía Lírica Nacional, con la Orquesta Sinfónica Nacional puesta bajo la dirección del joven maestro nicaragüense Giancarlo Guerrero, quien vino desde Minessota para esta brillante presentación; y ahora las salas de teatro suman quince: en el Teatro de la Aduana se presenta La Gaviota, de Chejov; en Giratablas, Mariana Pineda, de García Lorca; en la Sala Calle Quince, Equus, de Peter Shaffer; y en el Teatro Vargas Calvo La frontera sin aire del joven dramaturgo costarricense Guillermo Arriaga.

Hay muchos problemas sociales sin resolver en San José, por supuesto, como en el resto de las capitales de Centroamérica, y asaltos bancarios, delitos engendrados por el tráfico de drogas y la drogadicción, pero seguramente es que los jóvenes tienen más alternativas, entre ellas la cultura y la recreación cultural, abiertas a todos, porque no existen los "maras" o pandillas juveniles que son ya una pesadilla en Tegucigalpa, San Salvador y Managua.

En los índices modernos para medir la prosperidad y el bienestar de los países, no figura sólo el ingreso per cápita, sino también la salud, la educación y la cultura, y Costa Rica apunta muy alto en esos índices mundiales. La cultura, que es también una pieza esencial de la democracia, y que hace que valga la pena vivir, igual que hace tiempo, en una aldea como ésta.


San José, agosto 2003.



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