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15 de julio del 2003 |
Sergio Ramírez
Siempre fui escéptico frente a las predicciones acerca de la desaparición de toda materia impresa, empezando por los libros, y aún lo sigo siendo, pese a que me seduce la idea de que si los periódicos pudieran leerse en una especie de dúctil papel electrónico alimentado a distancia con textos e imágenes, como podemos verlo en Sentencia previa, la película futurista de Spielberg, los bosques empezarían de nuevo a reclamar su territorio perdido sobre la tierra. Sólo la edición dominical del New York Times, la mayoría de cuyas secciones todo el mundo tira sin leer, necesita doscientas hectáreas de árboles cada vez.
Pero al menos puedo confesar sin embarazo que he llegado ya a prescindir de los diccionarios y enciclopedias, y que ahora sólo diviso de lejos, con nostalgia, mi pesado mataburros, el augusto diccionario de la Real Academia de la Lengua. Mientras escribo frente a la pantalla, puedo consultarlo "en línea", lo mismo que otros variados diccionarios en diferentes idiomas, con lo que uno se ahorra, animal de costumbres sedentarias que es, las constantes levantadas del asiento y los tediosos viajes del dedo por las columnas de letras pequeñitas. Para eso está, entre otros instrumentos mágicos, el Google, organizando el universo invisible de información que nos rodea, como si fuera la mano de Dios; mucha de ella información banal, es cierto, pero la pretensión de ordenar el conocimiento y ponerlo al acceso de todo el mundo, se parece, por lo infinita, a aquella de los personajes de Flaubert, Bouvart y Pécouchet, los dos amanuenses desocupados que querían escudriñar y organizar todas las ramas del saber humano, desde la jardinería, a la lechería y a la arqueología. Google, puede uno averiguarlo, es una variante de la palabra googol, inventada por Milton Sirotta, sobrino del matemático Edward Kasner, para referirse a la cifra formada por el número 1 seguido de 100 ceros, para la cual no hay nada equivalente en el universo, ni átomos, ni estrellas de galaxias perdidas, ni partículas de polvo sideral. Es una cifra imposible, e infinita, muy apropiada al universo de Borges, como infinita es la cantidad de información que se teje y desteje cada día en la tela de araña del universo cibernético. En los últimos tres años, Google ha pasado de procesar 100 millones de búsquedas al día, a 200 millones, en cerca de noventa idiomas. Y el número de veces que los usuarios entran en el mundo a un dominio, o página, tecleando "com" o "net", ha pasado de 600 millones en el año 2.000, a 9 billones hoy día. Se trata aún de unos umbrales inciertos, y si pensamos en un futuro más o menos lejano, las posibilidades de hoy para tener acceso a la información, y dominarla, son primitivas. Alguien contemplará mañana los instrumentos que usamos en esta tarea, como nosotros contemplamos en un museo la manivela de un telégrafo para transmitir en clave morse, o una de aquellas máquinas de escribir que repicaban la campanilla al llegar el carro al final de una línea. El próximo paso ya vecino, explica Thomas L. Friedman en el New York Times, será el uso de la conexión inalámbrica en las computadoras, lo que se llama ya en la jerga tecnológica el "Wi-Fi" (wireless fidelity). Otra revolución. Conectarse desde un computador portátil, donde uno esté, una playa lejana, la mitad del desierto o una aldea perdida, sin enchufes, con los grandes cerebros informáticos para preguntar lo que uno quiera. Nada menos que ponerse en línea con la divinidad que cada vez estará dispuesta a revelarnos más de su infinita sabiduría. Y cuando llegue "la banda ancha", que permitirá el acceso instantáneo al video en las computadoras, las puertas de entrada será aún mucho más amplias, e infinitas. Pero todo eso ocurrirá mañana o pasado, y no es aún el verdadero futuro. Y aún más. El dios cibernético tendrá dos caras, con poderes de ida y vuelta. A través de un sistema que será cada vez más complejo, y a la vez más sencillo de operar, "bajar" información, será tan fácil como "subir" información desde cualquier lugar, con toda impunidad, y alimentar a la red con nuevas sabidurías, y también con nuevas inseguridades y peligros. La humanidad jamás antes ha estado frente a una invención de naturaleza tan desproporcionada al poder de sus propios creadores, y menos a los controles políticos que se rigen por las viejas normas de la soberanía, y el uso del conocimiento como arma tradicional de dominio. En este nuevo juego, los débiles pueden llegar a ser fuertes, si saben moverse dentro de la red, y el bien más codiciado, e imposible de ser defendido, es ya la información, un poder que ni el cobre ni el manganeso tuvieron durante la era industrial. Cuando se pase del señorío sobre la información al señorío sobre conocimiento, porque cualquier mortal en las islas Fijii, en la cordillera del Himalaya o en las selvas del Amazonas tome conciencia de que bajo sus dedos tiene en el teclado el poder de saber, y conocer, y de transmitir a otros lo que sabe y conoce, quizás las civilización habrá dado un paso insospechado. Masatepe, julio 2003. |
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