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10 de febrero del 2003 |
Juan Carlos Onetti
Comienzo estas líneas con el reproche que me nace desde los huesos y la memoria; e insiste: estoy plagiando. Tal vez se trate, en verdadera literatura, de un pecado grave pero que en nada molesta a un artículo que se proclama periodístico. Porque todos sabemos que Shakespeare robó temas sin reparar en tierras o épocas. 0, trasladándome a otras estaturas de la inteligencia, recuerdo a Jorge Luis Borges declarando junto a la tumba de Macedonio Fernández sus gozosos plagios de los decires y escritos de aquel hombre que nunca existió, que fue y sigue siendo una broma metafísica. En los casos citados, sin discriminaciones de importancia, los ladrones mejoraron lo robado. Como decía mi amigo inseparable, Anatole France, el plagio queda justificado cuando involucra el asesinato. Pero esta incertidumbre no suprime ni atenúa la inquietud referida al principio. Estoy sabiendo, sin pruebas, que alguien escribió, no sé cuánto tiempo antes, el artículo en que estoy trabajando. Y para mayor vergüenza, he oído muchas veces y siempre con asco y asombro la frase que me sirve de título: "Reflexiones sobre humanidad". Si se comenta que el cajero de un banco compró un pasaje de avión para Brasil, reducto inexpugnable al parecer, y se llenó bolsillo y maletín con billetes ajenos, siempre aparece alguien de torcida semisonrisa bondadosa para interpretar: -Y bueno... Es humano. Ver cada día tanto dinero... Es humano. Y esto puede aplicarse, y se aplica, a otras hazañas más repugnantes. Recuerdo de improviso a Zelda Fitzgerald, una vieja amiga. En su infancia /pubertad adoraba a su padre. Cariño que fue retribuido con exageración porque Zelda era muy hermosa. Al fin y al cabo, es humano. Pero papito disfrutó sin castigo y la niña quedó traumada, y mientras pasaron los años, el trauma se hizo locura y fue necesario internarla. Además, como tanto había pecado por cariño, la Divina Providencia ordenó que fuera quemada viva en el manicomio en que la encerraron. Claro que no era residente solitaria: unas trescientas locas murieron con ella. Se ignora el origen de la demencia de sus compañeras. Sospecho que se trataba de otros actos que, a fin de cuentas, eran humanos. Estos no pasan de dos recuerdos que llegaron sin ser llamados. Abundan los ejemplos de empresarios, en cada país donde me estén leyendo, que embaulan algunos millones de dólares para dulcificar exilios. Y, según cuentan, se exilian confortados por compañías rubias. Esto, se extiende a excelentísimos presidentes de repúblicas bananeras. Como no me atribuyo la categoría periodística de los boys que mandaron a la nada a un delincuente cómicamente exculpado por el amigo sucesor que él mismo eligió, suspendo por ahora el tema. Basta, o me satisface, con abrir las páginas de mi periódico para encontrar hasta atosigarse con hechos que, al fin y al cabo, son humanos. Pertenecen al corrupto sentido de la palabra humanidad hoy extendido en el mundo. Pero, claro, no ha llegado todavía a mancharnos ni a mí ni a usted que me lee. Los hay notables: un señor que asesina a su madre con una escopeta; en la historia universal de humanidades que pienso escribir queda registrado otro matricidio por causa exculpatoria: otro hijo, otra madre cruel que le sirvió fría la sopa. Es de recordar una familia unida y cristiana que aprovechó la siesta del pater para volarle los sesos. Tal vez se trate aquí de la simple y perdonable práctica de la eutanasia anticipada. Algún día la víctima iba a enfermarse, sufrir y morir. Otros humanos o humanoides recorrieron aceras una mañana y se toparon con la estremecedora presencia de una mujer tumbada y agonizante. Era un peligro, tal vez se tratara de un caso de lepra, hidrofobia o catarro. De modo que todos apuraron el paso, no por cobardía o indiferencia sino por temor de que los virus le asaltaran encima como un cachorro cariñoso y luego... dócil, humanamente, la señora murió de asfixia. Y un recuerdo más o menos lejano: en una linda avenida o paseo un hombre cuya identidad dudo que haya sido posible establecer fue arrollado por un automóvil. Tuvo el capricho de quedarse quieto en el suelo y a raíz de esta provocación, (era lo que llaman la hora punta), veintiocho carros pasaron por encima de lo que iba quedando. Nadie se detuvo, nadie llamó a la policía ni a la Cruz Roja o Verde.
Es que los humanos que manejaban los coches habían estado trabajando en sus oficinas. Tal vez, por contagio inevitable que pude ver personalmente, con los zapatos, pies, encima del escritorio. De modo que era humano su deseo de llegar cuanto antes a casita, a la gorda malhumorada de siempre, a la ternura de sus hijitos. De todos modos aquel cadáver apisonado no tenía resurrección, podía ser un ex perro, un bulto olvidado. Pero me hace pensar en el alguien que, sentado en el pastito contabilizó veintiocho, sin moverse, sin intervenir por poco que pudiera. Tal vez contara, computadora también humana, acaso esperara paciente el final de aquel ejemplo de brutalidad humana, para enterarse de que el veintiocho era un número infalible para la lotería próxima. Sin embargo todo es calderilla, Pasemos a las pesetas. No se conoce aún el verdadero resultado de la lucha entre argentinos e ingleses, contabilizando en vidas. Los partes de guerra o paz difieren tanto que hacen dudar. Otro aspecto humano. Por lo menos los judíos proclaman haber masacrado unos diez mil libaneses estricta y absolutamente civiles. ¿Y quién ha dudado jamás de palabras o ciertas promesas judaicas? Por fin, antes de que llegue lo que presiento, debemos aceptar que los cuatro mil millones de vivientes que existen o subexisten o simplemente están en el planeta, molestan. En consecuencia, y como ya fue dicho, las guerras comportan salud y equilibrio con algún centenar de millones de difuntos. Para dar categoría de actualidad y cultura a este artículo, cito el caso de un noble caballero teutón que deseaba aumentar sus conocimientos mirando y oyendo mediante su televisor la trasmisión de un partido de este Mundial que padezco. Su mujer quería llorar gracias a una película de amor. Había un solo televisor; había una sola mujer. De modo que la frau fue arrojada por la ventana y aterrizó con el deseado llanto y unas cuantas costillas rotas. Así el varón pudo presenciar cómo los argelinos le daban un baile a sus compatriotas. Uber alles. Y reflexionemos que si la tierra ha iniciado un período de brazos caídos, por algo ajeno a nuestra comprensión será ¿A qué diablos continuar moviéndose? Segundo tras segundo atrasa, por fátiga y desencanto, la tarea que le fue impuesta tantos miles de millones de siglos atrás. |
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