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1 de enero del 2003 |
Rosalba Oxandabarat
Lo dijo el poeta Eduardo Milan cuando estuvo en Montevideo: la gente se divide entre los que tienen hijos y los que no. ¿Y en qué consiste esa división? Puesto que entre los segundos, algunos no tienen hijos pero los tendrán, otros no los tienen pero los tuvieron, y otros aun ni los tuvieron ni los tendrán pero disponen, en cambio, de una envidiable capacidad de comunicación y afecto con las generaciones siguientes, a las que podrían haber pertenecido esos hijos inexistentes. Gente que podría con propiedad decir, como en aquella vieja película "Todos eran mis hijos".
Y tampoco los padres y madres son todos idénticos entre sí, aun prescindiendo de las diferencias culturales y sociales que dividen naturalmente a todos. Y sin embargo, sí, el poeta tenía razón. Pero de esa razón sólo pueden dar cuenta los que tienen hijos; son los únicos que pueden percibir la diferencia abismal entre su ser-sin-hijos y su ser-con-hijos. "Antes" -del hijo- es algo lejano, quizás maravilloso, pero como si nunca hubiese existido. El hijo, después que se instaló, es como si hubiera sido siempre. Ya no sólo es un ser, el más gozosa y dolorosamente amado, sino que queda inscrito hasta en el más remoto recuerdo de infancia del padre o de la madre. Estaba ahí, esperándolos, siempre mayor y más importante que sus padres. No vino al mundo, el mundo fue creado por él. Y así debe organizarse, exclusivamente en su favor. Desde los biberones y pañales al no vuelvas tarde de la adolescencia, desde los brazos que se estiran para evitar el porrazo de los primeros pasos hasta la espera -no siempre silenciosa- del hijo grande que, con todo su derecho, sale al mundo. Las gentes con hijos tienen todas las libertades acordadas a su sociedad, menos una: ya no disponen completamente de sí mismos. No es que no estén, ya no son disponibles. Les gustará mucho ésto o lo otro, tendrán pasiones e impulsos como cualquiera, pero siempre hay alguien primero, en función del cual se orquestará, con suerte, todo lo demás. Los éxitos y "realizaciones" personales, eso tan de moda, no es que dejen de importar, pero retroceden a la B frente a cualquier circunstancia, problema o simples sentimientos que tengan que ver con los hijos. Más de un analista se ha dedicado, en los últimos años, a tratar de convencer a madres -y padres- de que ellos también tienen derecho (el también implica que esos derechos, por alguna u otra razón, se opone al que ejercen o pretenden ejercer los hijos). A veces tienen éxito -los analistas- y por ahí aparecen hombres o mujeres de ojos vacíos y decididos hablando de sus postergados derechos, que ahora sí. Lástima que la operación resulta, las más de las veces, transitoria e incompleta; la zona oscura donde se mueve la dependencia de los padres con respecto a los hijos, no se parece a una sala de jurados, ni al despacho de un juez, ni a una ONG; ni siquiera al consultorio de un analista. No se puede rebobinar y hacer que la gente-con-hijos vuelva al, feliz o infeliz, estado de gente-sin-hijos. Como un pequeño fantasma sempiterno, él, o ella, están ahí, no afuera sino adentro del padre o la madre, en territorio inaccesible y propio. Aquí estoy yo, dice/dicen. Así es. Y no hay retorno posible. |
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