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10 de diciembre del 2003 |
Nelson González Leal
Hay un fenómeno físico que rige la caída de los cuerpos. Lo conocemos como gravedad y explica la fuerza que impele a toda materia hacia la Tierra, sobre todo si está situada en su superficie o cerca de ella. Pero yo prefiero dejar de lado el simplismo gravoso de la gravedad, para acogerme al más sublime encanto de lo gravitatorio, de la ley real y extensa que se expresa como Ley de la gravitación. Desde que Newton la formulara en 1684, su sugestivo encanto ha brindado sorpresas constantes. Y cómo no ha de hacerlo una ley que explica la acción atractiva mutua que se ejerce a distancia entre las masas de los cuerpos, en cualquier tiempo, en cualquier lugar y en cualquier espacio. Esta es, sin duda, la mejor cualidad de todos los objetos compuestos de materia.
La gravitación nos aproxima, pero la gravedad nos mata -esto último también lo ha escrito el filósofo español José Antonio Marina, en ese capcioso libro titulado Ética para náufragos, que se presenta al lector como un manual de supervivencia. La gravedad nos aniquila al exhibirse como la condena física (mecánica) a la caída de los cuerpos, porque claro, todo lo que cae, todo lo que va de bruces, suele tener un grave final. No obstante, otras pueden ser las apreciaciones. Una mejor y muy antigua es la de Aristóteles. Distinta, benévola, afectiva si se quiere, expresa que todas las cosas tienen su lugar natural, una especie de hogar perdido, cuya profunda querencia induce la añoranza, razón por la cual, en cuanto les resulta posible, las cosas retornan a su lugar, y claro, digo yo, en cuanto mayor sea el peso de la querencia, con mayor premura y velocidad se emprende el retorno. Otra, dada a lo asertivo, indica que la gravedad nos permite mantenernos sobre la Tierra, con los pies bien asentados en nuestro lugar. Que si no fuera por ella, nos la pasaríamos volando. Vistas así las cosas, cabe una pregunta: ¿cuál es el lugar natural del hombre? ¿Y cuál su condición, cae o gravita? ¿O simplemente cuelga como un péndulo y oscila entre el letargo y la violencia? En busca de una fórmula explícita Otro fenómeno, mucho más complejo, es el de la caída de la inteligencia, y este, que yo sepa, no tiene una fórmula explícita. La de la gravitación se construye como sigue: F = G.m1m2/d2, donde F es la fuerza gravitatoria, m1 y m2 son las masas de los dos cuerpos, d es la distancia entre los mismos y G es la constante gravitatoria. Esto implica que la atracción gravitatoria entre dos cuerpos es directamente proporcional al producto de las masas de ambos e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos. O lo que es igual: mientras más cuerpo mayor atracción y mientras más distancia mayor anhelo. Y, la verdad, aunque dos siglos después apareció el muy pomposo y mediático Einstein, para complementar las razones de lo gravitatorio con un ejercicio de equivalencias en el espacio-tiempo, donde no sólo el volumen de la masa, sino la aceleración que se aplique a su movimiento, y la menor distancia entre los cuerpos, determinan la fuerza gravitatoria, a mi, que no me gustan demasiado las complicaciones, me resulta más útil quedarme con Newton. Einstein pareciera librarnos de una condena: no es únicamente la masa de gran volumen, por sí sola, la que puede atraernos con mayor propiedad, pues existe un principio de equivalencia que parece aportar mayor rigor a la relación. En cuanto a atracciones de los cuerpos se refiere, la fuerza con que lo logran depende no sólo del volumen de la masa, sino de la aceleración que a su movimiento se aplique. En cuanto a la inteligencia, que no depende en estricto sentido del volumen de la masa ni de la velocidad con que se aplique, aunque sí del muy digno principio de paridades entre la distancia y el tiempo, aplicadas en un continuo no determinado, o trazado, por acciones lineales, simples, meramente reactivas, ¿qué fórmula podría describir su caída? ¿Y cuál su gravitación en torno a la esperanza de salvación del hombre? El péndulo de Foucault La oscilación de la inteligencia, es decir, el ir y venir entre el entendimiento y la creatividad, no puede medirse con un mecanismo pendular rígido. Para ello ha de disponerse un sistema de movimientos rotatorios que engrane, en perfecto equilibrio, o en ± 2, los diversos dones del ser inteligente: la capacidad de conferir dignidad, de ejercitar la mesura, de dilucidar con sensatez, de emplear la subjetividad con sana intención y de producir resultados eficaces. Este sistema, similar más bien a ese juego infantil de ronda a la silla -y yo diría que no azarosamente-, es el que aplica la mecánica de la moral y la ética, tanto en el ser humano, como en el ser social y el conjunto de instituciones que lo representan. Ser inteligente es ser ético, creativamente eficaz y razonablemente feliz. Evitar el efecto de la gravedad en la peor de sus concepciones y potenciar lo gravitatorio, es lo deseable en moral. Así como ese ejercicio pendular mediante el cual Léon Foucault ejemplificó la rotación de la Tierra, el hombre debe formar la inteligencia sobre un plano oscilatorio y de gran ángulo, dejando hacer al sistema de movimientos rotatorios su debido tránsito por lo indefinible, lo indeterminado, lo relativo, lo probable, para ir en aproximación sobre la sensatez y la intuición, únicos elementos que nos permiten comprender la inteligencia y crear la vida con dignidad. La órbita de lo digno Caer de bruces es militar en la moldura de lo fatuo, olvidarse del necesario y adecuado silencio, de la virtud y vigor de la pertinencia, de la inconveniencia del escándalo, del exabrupto que significa el engorde del ego, de la suntuosidad, del interés personal por sobre el colectivo. El juego de la supervivencia en la órbita de lo particular, de lo exclusivo, es un retozo de enanos. Es una práctica fuera de la excelencia, propensa a sufrir el más devastador efecto de la gravedad. Es un ejercicio ajeno a lo gravitatorio. La órbita de lo digno, donde se mueve el ser inteligente y su sistema de referencias, se nutre del acercamiento proporcional, del intercambio comprensivo, del amor y el respeto a lo otro, que al fin y al cabo es el reflejo de uno mismo, o si se quiere, el otro lado hacia el que se desplaza el péndulo. ¿Hacia dónde se mueve el hombre entonces -pregunto de nuevo-, cuando produce violencia, abyección, conjura y muerte? ¿No es hacia la definitiva caída de la inteligencia? ¿No se va, acaso, de bruces contra el suelo, olvidándose de cualquier equivalencia posible entre el espacio y el tiempo que le ha tocado vivir, y sobre el cuál tiene una terrible responsabilidad: hacerlo gravitar en la orbita de lo digno? Cualquier modelo de humanidad posible y eficaz para el logro del bienestar, debe tener como centro una inteligencia apropiada, libre de condicionamientos estrechos, de dogmas, que transite el camino de la sensatez y el equilibrio emocional, fundamentado en un modelo ético que, si bien parta de una bien intencionada subjetividad, no descuide que esta buena intención debe sustentarse en la búsqueda de la armonía colectiva. En este proceso el hombre debe ser autónomo, aunque no arbitrario, sujeto a leyes convenidas dentro de los parámetros de un bien comunitario. Aunque haya leyes, no puede sujetarse a rajatabla al determinismo conceptual, porque la órbita de lo digno es dinámica, no cerrada ni lineal. Es, simplemente, un efecto de lo gravitacional: está impelido a la proximidad y el entendimiento, en equivalencia de fuerzas, por una atracción común, para un logro común, mantenerse en orbita, en interacción de paridad, y no, nunca, en un discrimanatorio y excluyente ejercicio de subordinación. |
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