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12 de agosto del 2003 |
Sergio Ramírez
Igual que nuestra literatura en español, que abre sus alas a través del océano atlántico hacia dos continentes, la literatura portuguesa realiza también ese mismo viaje de ida y de vuelta, de mutuo enriquecimiento. El gran poeta de distintos rostros, Fernando Pessoa, lo expresó mejor que nadie con su frase ritual: "mi patria es la lengua portuguesa", a como décadas más tarde diría Carlos Fuentes que nuestra patria común es La Mancha, es decir, el idioma castellano.
Empiezo por aquí para expresar mi júbilo por la concesión del Premio Juan Rulfo de este año, anunciada recientemente en Guadalajara, al escritor brasileño Rubem Fonseca, nacido en 1925, a quien se conoce menos de lo debido entre el público lector en español. Un premio de la lengua castellana a un escritor de la lengua portuguesa, las dos lenguas de dos costas bajo el tutelaje de los santos patronos Miguel de Cervantes y Luis de Camões, entre El Quijote y Las Lusíadas, uno en prosa y otro en verso, vale la pena de celebrarse. Y ya de este lado del océano, la literatura en portugués y en español ha sostenido un pulso constante desde la época fundacional de la narrativa latinoamericana en la última parte del siglo XIX, aunque la novela brasileña nació con mejor ventaja, con la aparición en 1881 de las Memorias póstumas de Bras Cubas, que trajo de un golpe la modernidad, una valiente e ingeniosa aventura muy adelantada a su tiempo que no tuvo lugar entonces en ninguno de los otros países latinoamericanos sometidos a la servidumbre vernácula. Machado de Assis, creó el desconcierto, como Stern un siglo antes en Inglaterra con Tristam Shandy, porque entre otras novedades Bras Cubas cuenta su historia de gracias y desgracias desde la tumba. Así desconcertó Pessoa a sus contemporáneos, pues era a la vez cuatro poetas en uno, cada uno con su propio estilo y diferentes nombres: Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro Campos, y él mismo. Pero en esta tercia connstante, nuestras dos literaturas latinoamericanas alzan monumentos épicos en los que la naturaleza, que es mucho más que el paisaje, reina como protagonista, selvas, cordilleras, sertones, es decir, llanos; y una de las dos, la literatura brasileña, ofrece entonces ese documento capital sobre la guerra de los canudos, que es Los sertones, de Euclides da Cunha, publicado en 1902, y sin el cual no habría sido posible La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, y mucho menos, quizás, la obra narrativa de João Guimarães Rosa, que alcanza su cumbre en Gran sertón, Veredas: el diablo, en el centro del remolino. "El mundo es grande" repite una y otra vez Guimaraes Rosa en Cuerpo de baile. Brasil es grande, el sertón es grande. No puede medirse, más que a través de las voces de sus escritores, Graciliano Ramos, Clarice Lispector o Jorge Amado, que igual que los demás, vienen de la estirpe lusitana de Eça de Queirós. Una paradoja que un país tan exiguo en territorio como Portugal, hubiera podido señorear sobre un país inconmensurable como Brasil, igual que España sobre todo un continente; pero la paradoja se resuelve, otra vez, en la lengua, que se convierte en el rasero vivo, capaz de renovarse siempre a si misma, y ofrecer una modernidad constante en la literatura. La modernidad que hoy nos da en Portugal los nombres, para citar sólo dos, de Antonio Lobo Antunes y José Saramago, y que nos da en Brasil, para citar también sólo dos, el de Nélida Piñón, ganadora igualmente del Premio Juan Rulfo en 1995, y el del propio Rubem Fonseca. Guimarães Rosa fue médico civil y militar, y también un fino diplomático de corbata de pajarita ambientado a su gusto en el palacio de Itamaratí, pero supo recorrer a caballo, como un verdadero explorador, el sertón donde había nacido, pues vino al mundo en Minas Gerais, igual que Machado de Assis y Rubem Fonseca, quien, oh sorpresa, fue en su juventud, entre otras cosas, inspector de policía, un oficio tan útil para un escritor, como el de reportero de la crónica roja; y se graduó como administrador de empresas, antes de dejarlo todo, las comisarías de policía, en las que debe haberse visto a sí mismo con mucha risa, y los despachos gerenciales, para entregarse a la literatura, entrega de la que dan buena cuenta sus más de veinte libros, entre novelas y relatos cortos, un género este último del que es una maestro consumado, no menos que lo es como novelista. Dueño de una impresionante agilidad en la prosa, muy económica y certera, y lleno de siempre de un humor sin escándalo, no pocas veces negro, su épica de las cosas cotidianas, tejida alrededor de seres sencillos, a lo Chejov -de lo que dan cuenta los relatos de su último libro aún no traducido al español, Pequeñas criaturas- está lejos de los grandes escenarios sin medida de sus ilustres antecesores. Rubem Fonseca es un testigo acucioso, y minucioso de su propia época, la del Brasil contradictorio que fabrica aviones y también favelas. Un testigo sencillo, sin nada de aquella prosopopeya heredada de los oropeles de la corte del emperador Pedro II: "en este mundo prostituto y vano, sólo quise un cigarro entre mis manos", reza el título de la ultima de sus novelas publicada en español , un título que no deja de ser un aforismo que ayuda a explicar al escritor y su escritura. Un espléndido escritor, y una espléndida escritura. Masatepe, agosto del 2003. |
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