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La insignia
7 de mayo del 2002


Las enseñanzas de Torres Bodet


Elena Poniatowska
La Jornada. México, 6 de mayo.


I

Además del estupor que causó el suicidio de Jaime Torres Bodet, que se disparó un balazo en la sien frente a su escritorio, recuerdo que Carito Amor de Fournier, consternada, me dijo en tono de reproche: "No le dejó ni un recado siquiera a Josefina". Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente que se iba de lado cada vez que se ponía de pie. Parecía querer borrarse, y eso que fue esposa del mejor secretario de Educación que ha tenido nuestro país. Embajadora de México en París, figura de proa ante la UNESCO (su marido ha sido el único mexicano presidente de la UNESCO), ocupó (como compañera de Torres Bodet) los puestos más importantes imaginables en la política y la diplomacia.

Cuentan que en su desesperación Jaime Torres Bodet intentó una carta a sus amigos o a México o a la posteridad o a la historia, y como no le salió dejó regados en torno a su escritorio alrededor de diez o veinte bolitas de papel arrugado. Carito Amor de Fournier me contó que Josefina le dijo: "Jaime estaba acostumbrado a dar órdenes, y como no tenía a quien mandar, salvo a mí, su existencia perdió todo sentido".

Torres Bodet y Josefina se reunían a celebrar el 14 de julio, todos los años de su vida, con Salvador Novo (que se pitorreaba de él y decía: "Jaime no tiene vida, tiene biografía"), Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor (quien habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José Gorostiza), Daniel y Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez Báez, que también habían sacado su doctorado en Francia. Todos eran francófilos; degustaban quesos espléndidos y brindaban con vinos franceses. Su francés era impecable, pero nunca como el de Torres Bodet, que usaba verbos que deslumbraban a los mismos franceses, quienes ya jamás los usaban: "que nous voulumes", "que vous fites", "que nous decidames".


La crème de la crème

Estudiantes universitarios, poetas, artistas, políticos y modelos de Vogue, cubiertas de joyas y pieles, asistían a sus conferencias. Jacques Prevert trataba de disimular su importancia en una fila de rostros anónimos, pero sin lograrlo. Charles Béistegui acudía gustoso a la embajada para posar sobre las grandes salas su ojo azul experto en descubrir súbitas e imprevistas bellezas. Carmen Corcuera de Baron promovía con gran encanto a Christian Dior, el rey de la moda francesa. Carmen Landa de Béistegui y Jacques Béistegui decían que la comida de la embajada era una verdadera delicia. Denise Bourdet, escritora y crítica; Germaine de Beaumont, novelista amiga de Colette; Loli Larriviere, presidenta de la Prensa Latina y el escritor Jules Romains eran habitúes de l'ambassade du Mexique y de la revista Nouvelles du Méxique, así como Edgar Gaure y Jacques Rueff, quienes eran atendidos por Miguel de Iturbe, consejero de por vida de la representación diplomática.

Un mundo brillante de pensadores giraba en torno a la embajada atraídos por la figura de su titular, Torres Bodet, quien disertaba con igual maestría de literatura que de educación, de política internacional que de su amistad con José Vasconcelos, del que fue secretario en la UNAM cuando fue rector en 1921.

Se interesaba en la política exterior mexicana y fue un buen secretario de Relaciones Exteriores en el sexenio de Miguel Alemán, pero todos lo recuerdan como un extraordinario secretario de Educación Pública durante el sexenio de Manuel Avila Camacho, cuando "veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados". Recuerdo que nos estimuló a todos para que enseñáramos a leer y a escribir por lo menos a una persona a nuestro lado, y yo me ensañé contra Magda, que nos cuidaba a Kitzia y a mí. Tenía nueve años y era mucho peor que la señorita Secante. "No me dejes tanta tarea niña, que no me da tiempo de lavar sus calcetines".

La huella que dejó Torres Bodet en la educación del país fue tan honda que volvió a ser secretario de Educación en el sexenio de Adolfo López Mateos. Para entonces había escrito muchos libros de poesía como El corazón delirante, Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor... pero se le reconocía mucho más como funcionario público que como escritor.

Miembro del Colegio Nacional, pertenecía a la crème de la crème de México, y todos le rendían homenaje.


La indolencia reduce la lucidez

Lo entrevisté en algunas ocasiones, pero la última fue cuando publicó su poema Civilización y empezó a perder la vista, cosa que lo deprimió bárbaramente. A casi treinta años de distancia encuentro la entrevista tiesa y pomposa, pero Torres Bodet era prosopopéyico; no echaba ni tantito relajo, no había en él la coquetería lúdica de don Alfonso Reyes o el sarcasmo de Salvador Novo ni los grandes ademanes histriónicos de Carlos Pellicer. Seguramente me comunicó la idea que tenía de sí, quizá a pesar de sí, y me dediqué a tallarlo en mármol para la posteridad.

Entonces escribí: "Conmueve don Jaime Torres Bodet. Conmueve su entereza ante el dolor, su inconmensurable capacidad de trabajo, su espiritualidad, su señorío, su rigor. Conmueve su inteligencia que nos va rayando el alma como el diamante raya a las piedras menos nobles.

-Don Jaime, mi primera pregunta le parecerá quizás comprometedora, pero hace tiempo que tenía intención de hacérsela. ¿Cree usted que su entereza y su integridad de hombre reflejan, de alguna manera, su producción de escritor?

-En efecto, su pregunta me desconcierta. Y me desconcierta por el elogio que implica para virtudes que no sé si realmente poseo. ¿Entereza? ¿Integridad?... Siempre quise alcanzar tales cualidades. Sin embargo, a menudo, el menor dolor suele deshacer el equilibrio obtenido por quien se imaginaba ya dueño de sí. No me refiero, en estos momentos, a los dolores llamados físicos, sino a otros que -por la resonancia que tienen en todo el ser- no podríamos llamar exclusivamente morales.

''Pero no pienso que se haya usted molestado en venir a verme para que comentemos mis propias incertidumbres. Tomemos, por lo pronto, lo que usted tan amablemente calificó de entereza por una simple voluntad de entereza, y lo que usted menciona como integridad por un anhelo sincero de integridad''.

-Bueno, doctor, puesto que usted lo prefiere tomemos las cosas así. No obstante, quisiera insistir en el fondo de mi pregunta.

-Le confieso que ahora me siento más libre para examinar la cuestión. Y permítame principiar recordando a un clásico. ¿Quién no ha citado, alguna vez en la vida, la frase célebre: el estilo es el hombre mismo? A pesar de la reiteración de la cita, la fórmula continúa siendo certera. En cuanto he escrito (por lo menos durante los últimos 30 años), he aspirado a ser claro, aunque la claridad me obligase a parecer redundante. Y, según lo ha dicho algún crítico amigo, a extremar a veces la explicación.

''De todos modos estimo que la claridad es un deber en literatura, como la cortesía lo es en el trato humano. Ahora bien, claridad supone equilibrio. Y el equilibrio exige una valoración incesante de cada frase, de cada término, y, por consiguiente, de las ideas que en esos términos y esas frases tiene que resumir''.

-Eso, de lo que usted habla, ¿es lo que algunos designan como difícil facilidad?

-No estoy seguro de que lo sea. Porque ser claro no es, por cierto, cosa muy fácil. Y puede que sea mejor así, pues la excesiva facilidad pudiera inducirnos a la indolencia. Y la indolencia -tarde o temprano- acabaría por reducir nuestro margen de lucidez. No deberíamos decir sino lo esencial. Pero, ¿dónde principia -y dónde concluye- la esencia de un sentimiento?... Cuanto más avanzamos en el estudio de nuestro oficio, más advertimos que el problema fundamental radica, precisamente, en averiguar cuál es la esencia de lo que pretendemos decir; dónde está lo efímero, lo episódico, lo superfluo; qué teoría, en cambio, por sólida que parezca, entraña solamente un esguince, una digresión.

-Entiendo, doctor, que está usted refiriéndose, preferentemente, a las obras en prosa. ¿Y los versos?

-Lo que digo acerca de la prosa lo digo también de la poesía. Desde el punto de vista de la exigencia literaria, no establezco una frontera muy rígida entre las obligaciones del poeta y las del prosista, como no sea el prosista un Monsieur Jourdain, quien (¿se recuerda usted?) ya encontrándose en plena madurez se dio cuenta un día, y no sin satisfacción, de que, sin saberlo, había hablado toda su vida en prosa...

''El prosista, al igual que el poeta, ha de sentir que su compromiso más alto es el que intenté examinar, en determinada ocasión, al iniciar un ciclo de conferencias sobre Stendhal, Dostoievski y Pérez Galdós. Este compromiso consiste, a mi juicio, en que el autor consagre su libertad a una tarea constante e imprescindible: el dominio de lo inefable. Esto es: la revelación de lo que existe en cada uno -todavía oscuro e inexpresado-, pero que ansía integrarse ya a la verdad de lo conocido. El que se expresa -si lo hace con honradez- libera múltiples energías que, de otro modo, podrían esclavizarlo''.

-Don Jaime, he encontrado en alguna parte esta frase suya: "Desde chico me había enseñado mi madre a preferir las dificultades a los placeres, las privaciones a los excesos..." Le aseguro que me interesaría saber qué resultados tuvo, en su labor literaria, la actitud espiritual que esa frase consigna.

-Le agradezco mucho que se haya usted tomado el trabajo de encontrar esa frase sobre la educación que me dio mi madre. Y se lo agradezco tanto más cuanto que estoy convencido de que, si algo vale en mí, por poco que sea, a ella se lo debo. Veló con admirable perseverancia sobre mis aprendizajes, mis aficiones y mis lecturas. Y lo que más me sorprende ahora es considerar que esa vigilancia suya no se ejerció en términos absolutos. Y, mucho menos, limitativos. Mi madre cultivaba la pedagogía del estímulo, no la de la sensación. Me alentaba en lo que ella creía bueno y valioso o justo. Ese aliento me alejaba insensiblemente de lo demás. Y me alejaba de lo demás con mayor eficacia que una serie de prohibiciones y de censuras. No restringió nunca mi libertad. Le bastó guiarla.

-¿Pero qué reflejo queda de todo ello en su producción de escritor?

-Por lo que atañe al sentido profundo que mi madre tenía del deber, el espectáculo de su vida me inclinó a sentir, desde muy pequeño, la necesidad de una disciplina. No la disciplina exterior, que impone el magister dixit, sino aquella -en ocasiones mucho más dura- que se impone uno a sí, para llegar a ser lo que anhela ser.

-Siempre he pensado que la verdadera libertad no se hereda. La verdadera libertad tiene que conquistarse. Y no se conquista nunca sin la subordinación voluntaria a un método y sin la aceptación moral de una disciplina.

-Esto, que la vida cívica nos demuestra en todas partes y a todas horas, es aplicable también al trabajo del escritor. Todos nacemos. Y, a partir de ese instante, todos tenemos que construirnos. Lo que traemos, al nacer, constituye -a lo sumo- una buena, mala o mediocre materia prima: piedra o mármol, que es preciso pulir -y labrar- si queremos darle una forma exacta.

-Lo que usted dice, don Jaime, en términos generales, tiene sin duda sus excepciones.

-Formula usted una hipótesis discutible. Los hombres que parecen mejor dotados poseen, posiblemente, aptitudes de que carecen sus semejantes. Pero esas mismas aptitudes se frustrarían si no las configura el trabajo y no las perfeccionara el sentido crítico. Por pobre que sea un espíritu -o por opulento que lo juzguemos- ha de aprender, con los años, a actuar simultáneamente, como maestro y discípulo de sí. Nos enseñan mucho los libros de los demás; pero nada nos enseña tanto como advertir los errores en que incurrimos, al redactar nuestras propias obras. Cuando reconocemos tales errores nos damos cuenta de lo mucho que nos faltaba cuando escribíamos esas obras. Y comprendemos, también, que siempre algo nos faltará; pero que semejante carencia puede amenguarse con el rigor, merced al esfuerzo y en el esfuerzo. El orgullo debería ser sometido cada mañana a una cátedra de modestia.

-¿Cree usted que esa cátedra de modestia sería útil para todas las edades?

-Sí, pero acaso sería más provechoso en la juventud. A la supuesta libertad del artista (que, a menudo, sólo es jactancia), tendrá que sobreponerse la honda, la responsable, la auténtica libertad. No la que trata de izar, en quién sabe qué mástil de vanidad, la bandera de un egoísmo, sino la que los hombres postulan, como garantía indispensable para dedicarse a cumplir lealmente con su deber. Porque, sin el cumplimiento consciente de nuestros deberes, no habría libertad que no terminase por defraudarnos, ni impulso que no acabara por convertirse en ambición de dominio y de primacía.


II

A cien años del nacimiento de don Jaime Torres Bodet (imposible quitarle el "don"), recuerdo con cariño al diplomático, pero sobre todo al alfabetizador. Le desesperaba que muchos niños no alcanzaran escuela; quería enseñarles a todos, de ser posible lo habría hecho personalmente. De allí que inició el libro de texto gratuito, para que no hubiera pretextos. ¿Qué diría ahora don Jaime?

Trabajaba con pasión. Cuando fue embajador de México en Francia, sus compañeros decían que era un negrero. Octavio Paz lo quería. La señora Tovar, doña Lola, un poco menos, porque la hacía subir y bajar escaleras varias veces al día, pero en la embajada estaban orgullosos de trabajar con él. ¿Cómo no admirar un figurón de ese tamaño? Hacia quedar bien a México en cualquier circunstancia y gracias a don Alfonso Reyes y a él los franceses descubrieron que éramos "tres civilizés" y superconfiables. Don Jaime, ya retirado, parecía tener todo el tiempo del mundo, cosa que jamás sucedió anteriormente:

-Ahora voy a hacerle, don Jaime, una pregunta mucho más concreta: ¿qué libros está usted preparando actualmente? ¿Serán volúmenes de poesía o de ensayos críticos?

-Hace tiempo que no escribo poemas. El último fue el que envié a Max Aub para la revista de Los Sesenta... No creo en la posibilidad (al menos por lo que me concierne) de precisar una fecha determinada para la iniciación de un poema, o de un conjunto de poemas. La poesía nos llama. No somos nosotros quienes gobernamos en sus ausencias, ni en su presencia... Es posible que mañana, o dentro de un mes, o dentro de un año, sienta la necesidad de escribir en verso. Pero sería inútil formular, al respecto, ningún programa. El poema es la flor de una circunstancia. Y las circunstancias no las inventa el hombre, las padece. O las aprovecha.

''De ahí que las obras que tengo en proyecto sean aquellas que, por su naturaleza, pueden obedecer -hasta cierto punto- a la voluntad de quien las proyecta.

-Y ésas, ¿cuáles son?

-Por lo pronto, me ve usted corregir los originales de un libro sobre Rubén Darío. Según espero, aparecerá con ocasión del centenario del insigne nicaragüense, nacido en Metapa el 18 de enero de 1867.

-¿Y ese libro será el único en este año?

-Tal vez no, pues preparo también un estudio sobre González Martínez. Me duele que un poeta de su calidad y de su nobleza esté, ahora, tan olvidado. En efecto, si algo caracteriza a la lírica de Enrique González Martínez es su capacidad de alentar a los jóvenes incitándolos a medir cuáles son sus responsabilidades -morales e intelectuales- ante la hermosa y estoica empresa que ha sido siempre la de ser hombre.

-Los dos ensayos que ha mencionado usted, don Jaime, son de carácter crítico. ¿Piensa usted limitarse, en lo sucesivo, a ese género de estudios?

-No. Además de los trabajos que he citado, estoy escribiendo una obra muy diferente y, sin duda, mucho más larga. Hablo de mis memorias. No serán la continuación de Tiempo de arena, ni en la cronología, ni en la forma; sino el examen de lo que puede y de lo que no pude realizar en 21 años de vida pública: desde el día de diciembre -de 1943- en que el presidente Avila Camacho me confió, por primera vez, el despacho de la Secretaría de Educación, hasta el 30 de noviembre de 1964, fecha en que puede regresar a mi biblioteca, para dedicarme definitivamente a mis tareas y a mis responsabilidades de escritor.

-Me ha dicho que será una obra larga. ¿Cuántos volúmenes tiene usted en perspectiva?

-Cuatro, por lo menos. Hablaré, allí, de mis esfuerzos como secretario de Educación, por espacio de nueve años; los tres finales del gobierno del presidente Avila Camacho y los seis del gobierno del presidente López Mateos. Contaré mis experiencias en la Secretaría de Relaciones Exteriores, durante los 24 meses que mediaron, en la administración del presidente Alemán, entre el 1o. de diciembre de 1946 y el último de noviembre de 1948. Y analizaré, asimismo mis actividades como director general de la UNESCO, desde diciembre de 1948 hasta noviembre de 1952. Por supuesto habré de referirme también a las funciones que desempeñé (de 1954 a 1958) como embajador de México en Francia.


Nada peor y nada más infecundo que el resentimiento

''Muchos países y muchos hombres desfilarán por las páginas de esos cuatro volúmenes. En describirlos pondré la mayor franqueza; pero también, el mayor deseo de comprensión, de verdad y de probidad. Tratar de entender a un pueblo o a un individuo es, en el fondo, tratar de apreciarlos efectivamente, en sus cualidades y en sus defectos, para poder definirlo mejor, sin adulaciones y sin prejuicios. Nada peor que el resentimiento. Y, por otra parte, nada más infecundo. Me propongo hacer una obra de buena fe''.

Imposible no recordar el inicio del poema de don Jaime, Civilización:

Un hombre muere en mí siempre que un hombre/ muere en cualquier lugar, asesinado/ por el miedo y la prisa de otros hombres(...) Un hombre muere en mí siempre que en Asia,/ o en la margen de un río/ de Africa de América,/ o en el jardín de una ciudad de Europa,/ una bala de hombre mata a un hombre.


Los países pobres, los que más han luchado por la paz

-Como director de la UNESCO tuve la impresión, Elena, de moverme en el más oscuro de los desiertos: el internacional -dice don Jaime con cierta tristeza y mira hacia la ventana que da al jardín. Su casa de Virreyes desemboca en un bosque de eucaliptos ocres y enrojecidos, y don Jaime aseguró con voz grave que provenía desde su biblioteca: "enfrente nunca van a construir... Siempre tendré este bosque caminando hacia mi casa... La casa tiene la ventaja de este silencio que no sé si usted lo haya oído"... La biblioteca de don Jaime está perfectamente ordenada; es callada y hermosa. Don Jaime, con traje azul muy oscuro, concede la entrevista antes de ir al homenaje que la Academia de la Lengua le rinde a Enrique González Martínez, en el que él será el principal orador, y por decirlo así entre dos trenes, porque hace unos días estaba en Guadalajara, y pasado mañana saldrá a Monterrey...

-Usted, don Jaime, ha dado en El Colegio Nacional varias conferencias acerca de sus recuerdos de la UNESCO, y sigue dándolas en provincia. ¿Serán sobre el mismo tema?

-Sí, tanto las conferencias como los fragmentos a que usted alude forman parte de un libro que tengo en preparación y que aparecerá en mayo, impreso por la editorial Porrúa.

-¿Cuál será el título del volumen?

-El desierto internacional.

-¿Y por qué este título?

-Le agradezco la pregunta, que me parece muy pertinente. Otros la harán sin duda. Previéndolo así, he tratado de responder a esa interrogación en el prólogo de la obra. ''Durante cuatro años -del 26 de noviembre de 1948, fecha en que fui electo director general de la UNESCO, hasta el 26 de noviembre de 1952, día en que se aceptó mi renuncia- me esforcé por contribuir a que la UNESCO fomentara una alianza humana, merced al robustecimiento de la solidaridad intelectual y moral de comunidades sociales muy diferentes. Hice viajes a muchos países, hablé con los representantes de muchos gobiernos. Pero dominaba, en todas parte, la inquietud de la guerra fría. Y se me incitaba a preservar -teóricamente- en lo que pocos querían realmente hacer. La organización necesitaba concentrar su programa demasiado abstracto y difuso, entonces, y ampliar su raquítico presupuesto. Piense usted que la UNESCO no disponía, en 1949, ni de 8 millones de dólares al año. Y, en 1952, cuando renuncié, el presupuesto no alcanzaba siquiera a ser de 9 millones... ¿cómo creer en administraciones que me pedían acción, que se congratulaban de la concentración de nuestro programa, pero se rehusaban a proporcionarme los medios materiales para ejecutarlo, mientras derrochaban gigantescos caudales en armamentos?

-¿Por qué, entonces, permaneció usted cuatro largos años trabajando para la UNESCO?

-Porque tenía la esperanza de persuadir a los gobiernos más reticentes. Me estimulaban a proseguir mis tareas la aptitud de mis colaboradores (entre los cuales mencionaré con particular aprecio a René Maheu), el aliento que me infundían ciertos delegados (los de los países más pobres), la magnanimidad de algunos próceres del talento (a quienes rendiré homenaje en el libro que se halla en prensa) y, más que nada, la gravedad de los problemas que plantean -todavía hoy- los desheredados de la historia y de la geografía; masas anónimas, mudas, pero ansiosas de rendición. Sin embargo, mediante millares de incesantes promesas, consejos y exhortaciones, lo que advertí -en múltiples circunstancias- fue una trágica soledad. Los poderosos continuaban desarrollando su política de dominio, y los débiles dejaban que sus representantes hablasen de paz, sin asociarse valientemente, a fin de luchar para mantenerla.


Mi renuncia sirvió de alerta

-¿Por qué renunció usted?

-En 1952, durante la séptima reunión de la conferencia general de la organización, al darme cuenta de que las grandes potencias pretendían ''estabilizar'' su presupuesto, preferí partir. Y no me arrepiento de haberlo hecho. Mi renuncia, hasta cierto punto, sirvió de alerta. La UNESCO es ahora una institución de positiva importancia -preferible, sin duda, pero coherente. Dispone, en promedio, de 79 millones de dólares anuales, tanto para la ejecución de su programa ordinario cuanto para su acción de asistencia técnica y de acuerdo con el Fondo Especial de la ONU. Pero el problema esencial sigue en pie. Mientras no se construya una paz auténtica, sobre la base de una creciente confianza en los valores de la cultura, en el respeto de la justicia y en el de los derechos del hombre, cada conciencia libre continuará sintiendo a su alrededor, como lo digo en mi libro, lo que yo sentí muy frecuentemente a lo largo de aquel periodo de mi vida: la angustia de estar clamando en mitad de un desierto inmenso: el más poblado y oscuro de los desiertos, el desierto internacional.



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