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11 de marzo del 2002 |
Monteiro Lobato: El dulce aroma de las jaboticabas
Rosalba Oxandabarat
Entonces las lecturas podían ser repetitivas hasta la impregnación total. (Ya se sabe que, a semejanza de los sabios y a diferencia de los pragmáticos, los niños suelen darse a sí mismos el placer de revisitar indefinidamente aquello que los hace felices.) Las jaboticabas formaban parte de la comida-cuento, como la ambrosía de los dioses, los faisanes de los príncipes, las frutas de Tarzán y hasta el maná del desierto. Pero no se vendían aquí en tiendas ni ferias, y además (como los nísperos) era necesario comerlas directamente del árbol. No de cualquier árbol de cualquier lugar, sino de uno de la quinta de doña Benita, el Benteveo Amarillo.
Allí no sólo había jaboticabas; había también un arroyo, donde se podía pescar, pero de paso encontrar un reino completo de aguas transparentes y hasta un escamado novio -Naricita lo consiguió-, y también un vestido hecho de colores y espuma por una modista araña. Cerca, como es natural en una quinta, había un monte, en el que la noche podía brindar personajes tan curiosos como el saci -negrito dado a travesuras, con una sola pierna, un gorro rojo y siempre fumando su cachimba- o tan aterradores como la mula sin cabeza. En la quinta vivía una niña que no era ni especialmente dulce ni bella ni sublime, tan capaz de desobedecer, equivocarse o fastidiarse como cualquiera. A Naricita, y a su primo Perucho, que llegó después, les era acordado el derecho a la imperfección tanto como a la aventura. Los dos compartían andanzas, cuando el polvo de pirlimpimpím los transportaba a la Luna, a la Vía Láctea o a la antigua Grecia. Podían encontrarse a San Jorge con su dragón, asistir a las hazañas de Hércules, ser visitados por todos los personajes de los cuentos clásicos, deslizarse en los anillos de Saturno y cuidar a un angelito de verdad con un ala quebrada, entre otras cosas. Naricita tenía además la única muñeca parlante del mundo, Emilia. Parlante no por emitir bobamente ma-ma sino por decir cuanta impertinencia o indiscreción le viniera a la cabeza. Emilia era el ser más mal educado, más políticamente incorrecto (el término no existía, aún), deshinibido y deslenguado que escritor alguno haya introducido en la literatura para niños. Más divertida que Rabicó, también poco educado pero además, ya que era un chancho, glotón y grosero, aunque así y todo llegó a ser marqués (¿ideas del escritor, él mismo nieto de un vizconde, sobre la nobleza?). Más que Quintín, que era rinoceronte pero manso. Más que el Vizconde de la Mazorca, aquel sabihondo hecho de marlo con su traje de coletas y su galera, pedantísimo (¿ideas del escritor sobre los académicos?). Y que el Burro Parlante, que se escapó de una fábula de La Fontaine. El Vizconde era hechura, al igual que Emilia, de la tía Anastasia. La tía Anastasia era negra, hacía unos bollitos tan famosos que el mismo Peter Pan podía dejar su país del Nunca Jamás para venir a comérselos, tan deliciosos que resultaron ser la única manera de amansar al terrible Minotauro. La tía Anastasia vivía en una perpetua lucha con Emilia, a la que intentaba corregir de su lengua larga amenazándola con coserle la boca. El Benteveo Amarillo era un mundo incomparable. Incomparable adentro, y permitía que lo exterior también lo fuera: desde allá, punto ignoto en un lugar de Brasil, se podía viajar a cualquier parte del universo, de la historia y de las leyendas. Los héroes griegos y Blanca Nieves, Pericles y la Yara -maligna mujer de cabellos verdes que se aparecía en ríos o arroyos-, Hans Staden y el Quijote paseaban por o emergían del Benteveo Amarillo. Incomparable por lo abarcador y ameno, por más que a veces doña Benita la emprendía con tediosas explicaciones de matemática o de gramática, o que todos -niña, niño, abuela, cocinera, elefante, vizconde, muñeca, chancho, rinoceronte- se embarcaran en asuntos tan peliagudos como la explotación del petróleo. El mundo del Benteveo Amarillo estaba atravesado de cotidianidad, de toques de lo común y corriente; no quedaba en lejanos mundos nevados sino por ahí, en el cercano Brasil, pero desde él se podía pasar a lo fantástico y regresar de allí en un instante. El Benteveo estaba siempre pronto a reivindicar su soltura y gracia propia, su insaciable curiosidad, para refrescar a lectorcillos que acababan de llorar amargamente con los cuentos de Andersen (¡el terrible destino de la sirenita, o de la vendedora de fósforos!), o a causa de Edmundo de Amicis (¡el pequeño vigía lombardo!), o de haberse sentido edificados con las máximas de don Constancio C Vigil (aquella nena que encontraba una estrella en su zapato, el día de Reyes porque era tan buena, tan buena, tan buena...). De Andersen se salía con nostalgia de las nieves y los elfos. De don Edmundo, con el propósito inalterable -hasta un rato después, al menos- de ser virtuoso, obediente y estudioso. De Constancio, con el alma pasteurizada por un inefable sentimiento de inocencia. Del Benteveo, en cambio, se salía con una curiosidad por el mundo y por la historia que, no pocas veces, aterrizaba en seguir explorando, aunque sea en libros (otros), y la sensación de cercanía que brindaba lograba amplificar el mundo propio y cotidiano. Ni Andersen ni Vigil ni De Amicis -quizás el primero, en algunos cuentos- ni prácticamente ninguno de sus compañeros de oficio (con excepción del gran Mark Twain, tanto en Tom Sawyer como en Huckleberry Finn) abundaban en el humor. A las criaturas del Benteveo, en cambio, les estaba permitido reírse de casi todo, y especialmente de sí mismos. Su creador, don Monteiro Lobato, tuvo en los tempranos años veinte del siglo pasado, un olfato infalible. Brasil precisaba otras lecturas para otros niños. El resto de América, también. COMPLETO Y A PLAZOS En los años cincuenta la editorial Losada enviaba sus vendedores a las ciudades del Interior para visitar directamente a sus potenciales clientes. Los primeros en la lista eran, naturalmente, los profesores y maestros. Mediante catálogos y arreglo de cuotas, los docentes -y por supuesto muchos que no lo eran- lograban así acceder a bellos volúmenes de finas páginas conteniendo, en todo o en parte, las "obras completas" de maestros consagrados. Entre tanto prestigio finamente encuadernado (no faltaba nunca Pérez Galdós, cuyas obras completas eran interminables) saltaba una colección de libros para niños. Eran 23 volúmenes que hasta traían su propia repisa, donde cabían perfectamente alineados. Monteiro Lobato venía así, jubilosamente entero; ni modo de ir a la librería a buscar uno por uno. El primero de los tomos se llamaba Travesuras de Naricita, y el último, Cuentos de tía Anastasia. Hasta alguno de esos volúmenes, probablemente el sexto, las ilustraciones eran tranquilizadoramente "realistas". Después, aparecieron unos dibujos -menos la tapa, todos eran blanco y negro- de formas buscadamente borrosas, con mucho trazo a lápiz (seguramente más "modernos"). Pero el atractivo de la escritura y el mundo que construía no decaían. Las maestras-madres, y también otras personas inquietas que figuraban en la lista de los muchachos de Losada, eran las encargadas de difundir la obra de Lobato. Una simple ojeada les bastaba para apreciar las ventajas culturizantes de la colección. Títulos como Historia del mundo para los niños, Geografía para los niños, Historia de las invenciones, El Quijote de los niños o El país de la gramática eran buenos anzuelos para las dulces almas pedagógicas que pensaban que, además de entretener, los libros podían, sin ser cargosos, enseñar. Y, al menos en este caso, acertaron. No eran esos títulos, precisamente, los más atractivos, aunque la Geografía... estaba bastante bien: Doña Benita se paseó por el mundo con los nietos y toda la escudería en un barco, y les iba mostrando y explicando (hasta figuraba Montevideo, y la abuela hablaba maravillas de los uruguayos, que se habían preocupado de llenar su capital de parques...). Pero por aquí y por allá la saga del Benteveo familiarizaba -es decir, ponía en una esfera cotidiana- a la vez que les restituía toda su magia y fascinación, asuntos como la astronomía, episodios históricos, el mundo de la fábula, la mitología griega y el siglo de Pericles, ¡hasta la importancia del petróleo! Y los personajes del folclore brasileño, en el norte, mucho más cercano, ya que allá, al menos en el campo, todavía el negrito del pastoreo puede encontrar las cosas perdidas: ¿por qué, entonces, no habría de aparecerse un saci? EL HACEDOR La biografía básica de José Bento Monteiro Lobato indica que nació el 18 de abril de 1882, en Taubaté, San Pablo, siete años antes de que fuera proclamado en Brasil el régimen republicano. Que creció en una hacienda, estudió derecho sin entusiasmo -en realidad quería dedicarse a la pintura- pero en sus años de estudiante formó parte de sociedades y grupos literarios -como El Cenáculo- y de revistas y diarios donde escribió críticas y crónicas. Que vivió en distintos lugares de Brasil, desde ciudades de provincia como su Taubaté natal hasta Rio y San Pablo, pasando por una hacienda, Buquira, y en Nueva York y Buenos Aires. Que se casó -con Maria Pureza de Castro-, tuvo una hija y dos hijos, y desde su juventud escribió reseñas, críticas, cuentos, hizo caricaturas y dibujos, tradujo importantes autores del siglo, se alineó políticamente, fundó editoriales, admiró distintas manifestaciones de eso llamado progreso, fue empresario, y estudió y polemizó, a lo largo de toda su vida, sobre las posibilidades y riquezas de su país, no sólo las materiales, sino también las culturales. En 1918 lanzó con éxito su primer libro de cuentos, Urupés, y fundó la Editora Monteiro Lobato & Cia, mejorando la calidad gráfica de las publicaciones y lanzando autores inéditos. En 1920 publicó A menina do nariz arrebitado (Naricita), que adoptado en las escuelas alcanzó una edición récord de 50 mil ejemplares. Nombrado agregado comercial en Nueva York vivió allá entre 1927 y 1931, y quedó impactado por la iniciativa de Henry Ford, por la metalurgia y el petróleo. Perdió todo su dinero en el crac de la bolsa de 1929, regresó a Brasil y se jugó tanto en la campaña del petróleo que Getúlio Vargas lo metió preso (por sus críticas a la política petrolera de su gobierno, que actuaba a favor de los intereses del imperialismo de la Standard Oil y la Royal Dutch, según Lobato). Las crónicas dicen que fue profundamente nacionalista y también, en alguna etapa de su vida, simpatizante comunista. Su admiración por la iniciativa empresarial a lo Henry Ford y la pujanza estadounidense no le impidió romper con la Unión Cultural Brasil-Estados Unidos, por el apoyo del país norteño a Vargas. Escribió para adultos y para los niños ininterrumpidamente y con gran éxito y tuvo sus obras traducidas (también prohibidas: en 1941 fueron destruidos todos los ejemplares de la adaptación de Lobato de Peter Pan de Barrie, por considerarse portador de "doctrinas peligrosas y prácticas deformadoras del carácter"). Murió el 4 de julio de 1948 (dos de sus tres hijos murieron antes que él). Sus obras completas están constituidas (en portugués) por 17 volúmenes para niños (23 en la edición en español de Losada) y 17 para adultos, abarcando cuentos, ensayos, artículos y correspondencia. La saga del Benteveo Amarillo (Sítio do Pica-Pau-amarelo, en su versión original) es el mayor clásico de la literatura infantil brasileña, y tuvo sus versiones primero en la radio y luego en televisión, en Tupi de 1951 a 1964, en Band desde 1977 a 1986 y actualmente en la Red Globo. "PERO NO SALEN DEL CORAZÓN..." El sabor fresco de las jaboticabas no permitía críticas, en las lecturas infantiles. A lo más, "este libro no me gusta tanto como este otro", nada raro en una serie de 23. Sólo la mirada retrospectiva puede agradecer a don Monteiro Lobato las infinitas horas de placer, la prolongación de esas horas en otras donde la imaginación bien surtida seguía haciendo de las suyas -en la infancia los libros, como las películas, no sólo valen por sí mismos sino que son disparadores de juegos y mundos- y, cómo no, haber "aprendido" sin sentir que eso era aprender. Lobato, apasionado hijo de su tiempo -que además coincide con años beligerantes, de explosión de ideas y vanguardias- sin duda buscó deliberadamente "instruir" a la vez que entretener, pero más que los conocimientos adelantados -que no son pocos-, inventó, como señala una lectora ya adulta que firma Alice -en una de las muchas páginas dedicadas a Lobato en Internet-, "una posibilidad utópica de civilización armónica, inteligente, actuante, donde todos quieren refugiarse y, como dice Emilia: 'El secreto, hijo mío, es uno sólo, libertad'". Y no deja de ser revelador que en su mundo utópico convivieran niños con viejos (viejas), con una abrumadora ausencia de padres. Las viejas instruyen y trasmiten, los niños juegan y aprenden. Como si el autor hubiera elegido las fuerzas de la memoria y del futuro, saltando por encima de la generación del "presente" (sus contemporáneos). Sin embargo, hay una zona ambigua, un algo no resuelto en el Benteveo Amarillo que chirria desde el hoy: la tía Anastasia. Miedosa, ignorante, buenísima... y negra. Un equivalente brasileño de las interminables mummies del cine estadounidense, el negativo de doña Benita, que es culta, sabia, inteligente... y blanca. Sin embargo, Anastasia es la persona más trabajadora y más creativa de la quinta; ella hizo al Vizconde, y también a Emilia, y conoce interminables historias fantásticas que atrapan a los niños. En el tomo de las Memorias de Emilia, ésta escribe: "Vivo en lucha con tía Anastasia y le he dicho muchos disparates -pero no salen del corazón-. Por dentro, me agrada más todavía ella que sus famosos buñuelos. Sólo no comprendo por qué Dios hizo nacer negra como el carbón a una criatura tan buena y tan trabajadora. Es verdad que las jaboticabas, las moras, los maracujás, también son negros. Eso me induce a creer que el color negro es una cosa que sólo desmerece a las personas en este mundo. Allá arriba no hay esa diferencias de color. Si las hubiese, ¿cómo habría de ser negra la jaboticaba, que para mí es la reina de las frutas?". El texto puede dar cuenta de cómo se tramitaba el asunto del racismo en un país multirracial pero que aún no se aceptaba como tal, incluso para alguien como Lobato que, tempranamente, en una novela futurista (O choque das raças, 1926), reflexiona sobre las desigualdades sociales y raciales en Estados Unidos -que él admiraba, entonces, profundamente-. ¿Racista, Lobato? Paréntesis; quede en todo caso la constancia de su certeza acerca de la riqueza de la cultura popular (de raíces indígenas y negras), y su mirada, racista quizás desde los códigos de reconocimiento contemporáneo, pero compasiva. En esos tiempos suyos, en Estados Unidos florecía el Ku Klux Klan. |
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