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La insignia
8 de marzo del 2002


El plagio creativo


Enrique Páez


A todos nos resulta sorprendente ver cómo Esquilo, Sófocles, Eurípides y el resto de los dramaturgos griegos fueron plagiados sin remordimiento por los romanos Terencio y Plauto, y mucho más tarde por Molière. Ese sistema de trabajo (inspirarse en autores previos) no es algo que pertenezca sólo a la "mímesis" de la antigüedad greco-latina, porque los remakes de películas, las parodias y las versiones de canciones siguen siendo una de las principales fuentes de inspiración lícita y merecedora de aplausos. E incluso, yendo un poco más allá, la pretensión de no plagiar, de ser radicalmente original, no es sino una declaración de soberbia y de ignorancia. El plagio creativo, entendido como reescritura de una misma historia desde otra óptica y con otras intenciones, constituye una de las herramientas más valiosas y poderosas de la creación artística. El plagio creativo es lo que hizo Picasso con Velázquez, Joyce con Homero, Ray Charles con los Beatles, Martín Gaite con Perrault, Zorrilla con Tirso de Molina, y los guionistas de Pretty woman con La cenicienta.

Si todos los hombres pensaran igual, no haría falta escribir dos veces la misma historia. Pero desde el momento en que una misma realidad pueda ser interpretada de distintas maneras, y todas (o algunas de ellas, al menos) sean válidas, oportunas, o aporten alguna luz a esa realidad, una misma historia se volverá a escribir cuantas veces sea necesario para verla desde todos los ángulos posibles. El cambio del punto de vista o el tono no es una mera cuestión de técnica narrativa, sino de interpretación subjetiva de la historia. Todas las historias son subjetivas. La verdad absoluta no existe.

Al transformar una fábula, recreándola según nuestra propia versión, nos podemos permitir cambiar el final, introducir nuevos personajes, ambientarla en otra época, modificar las intenciones de unos u otros, utilizar otro punto de vista, y hasta meternos nosotros mismos en su interior como un personaje más. Hay un capítulo magnífico en el libro de Gianni Rodari, La gramática de la fantasía, que trata justamente de las "fábulas plagiadas", y muestra paso a paso el proceso de transformación de fábulas (el salto de lo concreto a lo abstracto, para luego regresar de nuevo a lo concreto con la historia transformada). Desde aquí recomiendo su lectura.

Otra cosa muy distinta es el plagio sin más, la falsificación de firmas y la apropiación de una obra. O sea: el robo. Si alguien copia literalmente lo que otro ha escrito, y lo firma con su nombre, no está reconstruyendo literariamente esa historia, sino que la está robando. El plagio a secas, que consiste en transcribir lo que otro ha escrito, sin acotarlo con las comillas preceptivas ni citar la fuente de donde ha sido tomado, tal y como han hecho Ana Rosa Quintana, Luis Racionero o Lucía Echevarría, no tiene nada que ver con la creación literaria, sino con un delito tipificado en el Código Penal, similar al de sustraer una cartera o desvalijar un estanco. Y que no venga la señora Quintana dicendo que lo suyo fue un despiste informático, el señor Racionero con que no le gusta la estética del entrecomillado, o la señorita Echevarría con que ella intertextualiza, porque eso es como tirarse pedos y luego apretar el culo.



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