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3 de junio del 2002 |
Julio Cortázar*
Augusto Monterroso
I
Recibo un recordatorio de la Editorial Nueva Nicaragua acerca del libro-homenaje que prepara con el título de Queremos tanto a Julio, dedicado a Julio Cortázar y con testimonios de muchos escritores amigos a quienes se les ha pedido lo mismo. He enviado sólo media cuartilla, aduciendo que el afecto no es cosa de muchas explicaciones. Otra cosa sería -señalo en ella- si el libro llevara por título Admiramos tanto a Julio o algo así, caso en el cual el número de páginas de mi contribución sería muy alto. Ya para mi obra, recuerdo el alboroto que en los años sesenta armó su novela Rayuela, cuando las jóvenes inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal personaje femenino, la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse lo menos posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico, como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los cuentos de Julio, que eran espléndidos y que existían desde antes pero que gracias a Rayuela alcanzaron un público mucho mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y, como si esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo, fascinados por las cosas que se veían en estos seres de una mitología que suponían al alcance de sus mentes, los políticos y hasta los economistas querían parecer cronopios y no solemnes, y lo único que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de sus hallazgos de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores jóvenes, quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía en soltar las comas por aquí y por allá, sin advertir que detrás de la soltura y la aparente facilidad de la escritura de Cortázar había años de búsqueda y ejercicio literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas que provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas; y sus encuentros de algo con que creó un modo y -hélas-- una moda Cortázar, con su inevitable cauda de imitadores. Los años han pasado y bastante de la moda también, pero lo real cortazariano permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad, ahora sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo de dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás y siendo antiguo permanece. II Leo el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" de Ana María Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del plan original de Rayuela que Julio Cortázar obsequió a Anita, investigadora y crítica argentina y una de las primeras que se ocuparon (junto con Emma Susana Esperatti) de la literatura fantástica en Hispanoamérica. Pero el libro no es sólo eso. Trae además un estudio de crítica genética que me siento incapaz de resumir sin enredarme, por lo que prefiero copiar el primer párrafo de la introducción: Los pretextos de Rayuela: Se ha dado la circunstancia de que Julio Cortázar me regaló el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" (log-book como él mismo lo llamó en una ocasión). No es en realidad un verdadero borrador o sea una primera redacción de la historia novelesca. Es un conjunto heterogéneo de bosquejos de varias escenas, de dibujos, de planes de ordenación de los capítulos (como índices), de listas de personajes, algunos con acotaciones (predicados), que los definen, de propuestas de juegos con el lenguaje, de citas de otros autores (en parte para los capítulos prescindibles); rasgos positivos y negativos de los argentinos, meditaciones sobre el destino del hombre, la relación literatura-vida, lenguaje-experiencia, y aun fragmentos no muy extensos que parecen escritos "de un tirón" y que luego pasarán a la novela ampliados o con escasas modificaciones. En resumen el diario que registra el proceso de construcción de Rayuela con ciertas lagunas. Es consolador y estimulante ver en la parte facsimilar del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los temas, la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o suprimidos, los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies de un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios que después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir (según vayan las cosas) o gozar (según vayan las cosas) a los cuentistas, los novelistas o los poetas. Recuerdo ahora la edición facsimilar, y he ido por ella, de The Waste Land (Harcourt Brace Jovanovich, N. York, 1971). Con las correcciones y cambios de éste que traduzco porque viene al caso: Entre más cosas conozcamos de Eliot, mejor. Agradezco que las cuartillas perdidas hayan sido desenterradas. El ocultamiento del manuscrito de The Waste Land (años de tiempo perdido, exasperantes para el autor) es puro Henry James. "El misterio del manuscrito desaparecido" está resuelto. Valerie Eliot ha hecho un trabajo erudito que le hubiera encantado a su esposo. Por esto y por su paciencia con mis intentos de elucidar mis propias notas al margen, y por la amabilidad que la distingue, le doy las Gracias. Ezra Pound. T. S. Eliot. Julio Cortázar. Dos autores auténticamente modernos, en estas dos publicaciones de sus manuscritos que se llevan apenas algo más de una década y en las que se puede ver algo (nunca puede verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación y que tal vez no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto, qué diablos, por la palabra escrita; o su humildad, finalmente, ante la inmensidad de un sí o de un no que a nadie le importa pero que al artista le importa; de un párrafo que se conserva o que se suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el lector, ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha. III Visita a la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse. Después del sinnúmero de veces que se lo habrán preguntado, el encargado de guardia sabe muy bien de quién se trata y nos indica el camino en el plano que los visitantes pueden estudiar en la pared, al lado de la puerta de entrada; y así, marchamos por la avenida principal en busca de Allée Lenoir tratando de llegar a la 3ª División, 2ª Sección, 3 Norte, 17 Oeste; pero en este primer intento uno se pierde en el laberinto de pequeños mausoleos y tumbas y, después de breves homenajes ante las de Baudelaire y Sartre, vuelve a la oficina de la entrada con Edgar Quinet sólo para confirmar que la información estaba bien pero que uno no había tomado la Allée Lenoir y regresa para ahora sí encontrar lo que busca; y ahí está, blanca, plana, dividida en dos partes iguales y con los nombres de Carol Dunlop arriba y Julio Cortázar abajo, más fechas. Durante unos minutos recuerdo la última vez que vi a Carol, en Managua, mostrándonos sonriente sus fotografías de niños nicaragüenses; y a Cortázar aquí, en este departamento (4 rue Martel, C., 4º derecha) que él habitó y en el que por azares dignos de su imaginación vivo yo ahora y escribo estas líneas, cuando con B. y Aurora Bernárdez, en diciembre de 1983, acabado de regresar de las Naciones Unidas en Nueva York, a donde había ido a dar una de sus últimas batallas a favor del régimen sandinista, hablamos de literatura, de traducciones, de poesía, particularmente del autor de La ciudad sin Laura, Francisco Luis Bernárdez ("tan unidas están nuestras cabezas/ y tan atados nuestros corazones"), hermano de Aurora a quien casi le digo de memoria todo el soneto que tanta influencia tuvo en nuestra generación de aprendices de escritor: Si el mar que por el mundo se derrama tuviera tanto amor como agua fría se llamaría por amor María y no tan sólo mar como se llama; a y de Italo Calvino y de la vez que cenamos con éste en esta ciudad en casa de Víctor Flores Olea hace tres años, y yo no hallaba de qué hablar con Calvino hasta que él, en las mismas, se animó por fin a decirme que conocía Guatemala y de ahí no pasamos, pues a mí se me hacía ridículo revelarle que yo conocía Italia. Me despido en silencio y, otra vez sobre la alameda Lenoir y la avenida, regreso y cuento cincuenta y cinco pasos desde ésta al lugar en que se halla la tumba, en un acto de signo absurdo pero así fue. De salida, el guardia nos hace adiós con un gesto de inteligencia y complicidad que significaba que era donde él decía. Diez minutos después, sobre la avenida Montparnasse, en el arroyo, vemos a decenas, cientos de miles de hombres y mujeres sudorosos que también cuentan sus pasos: jóvenes y viejos, rubios, morenos, negros, vestidos de pantalón corto y camiseta y con números visibles sobre el pecho, que han pasado, pasan y vienen corriendo con los rostros angustiados de quien huye de algo o, me entero, van tras algo: el final de una carrera de maratón, final que para algunos está llegando antes de lo previsto. Por la noche, en la televisión, todo ese esfuerzo ocupa en la pantalla cinco segundos y veinte palabras, casi un epitafio. IV Esos días en que B. y yo estuvimos en Managua se llenaron sin remedio del recuerdo, allí, de Julio Cortázar y su mujer Carol, Carol Dunlop, novelista (Mélanie dans le miror, por aparecer en la editorial Nueva Imagen traducido por Fabianne Bradu) y fotógrafa. Era lo normal. Allí, dos años antes habíamos recorrido las mismas calles, encontrado a los mismos amigos y discutido, o simplemente hablado, de los mismos problemas, lejanos o cercanos. Y allí nos despedimos de Carol, sin saberlo para siempre, en casa de los Flakoll, admirando juntos las fotografías originales de lo que más tarde sería su libro Llenos de niños los árboles (con texto también suyo), que Cortázar nos mostró más tarde en su casa, en París, ya Carol muerta y Julio llamado a morir menos de dos meses después. Pero en esta presencia-ausencia había también la parte alegre, como esa tarde calurosa en que en la calle le dijimos, o B. le dijo: "Tío, cómpranos helado", y él nos lo compró con su caballerosidad, ceremoniosa a pesar de todo. (*) Texto generosamente cedido por su autor para los lectores de La Jornada. Forma parte de Pájaros de Hispanoamérica (Alfaguara), que ya circula en librerías. |
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