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La insignia
22 de agosto del 2002


Globalización


Virginia Giussani
La Insignia. Argentina, 21 de agosto.


La casa de Juan es de barro, techo color marrón, paredes color marrón, piso color marrón. La casa de Juan tiene dos cuartos, algunas camas y otros tantos colchones separados del piso por un nylon. Cuando se humedece el colchón es como dormir abrazado por la lluvia, pero no la buena, la mala lluvia. Juan tiene siete años, a esa edad siempre existen juegos imaginables y divertidos. Él es feliz explorando el mundo de los insectos, descubriendo sus recorridos y sus costumbres, o chapoteando entre las piedras y la mugre de unas tranquilas aguas estancadas. No es feliz cuando le falta para comer, cuando su estómago hace ruido, sus vísceras se desesperan y su corazón no entiende.

Al anochecer, luego de un baño con agua fría, de esos dos o tres baños por semana porque el cuerpo no resiste tanta helada, Juan se sienta sobre un tronco, bajo la luna, aquella señora blanca que le acaricia el alma. Con una ramita hace dibujos en la tierra, dibuja una casa, pero no de barro, de esas de verdad, dibuja un perro, dibuja un árbol, dibuja un niño. Levanta la vista más allá del horizonte, más allá de las nubes y se detiene un rato en las estrellas. Las mira una por una, estudia su parpadear, compara el brillo entre una y otra, hasta parece que tuvieran perfume, piensa Juan. Piensa también si allá, en ese lugar tan lejos y tan bello habría otros mundos. Le gusta imaginar que sí. Sin dejar de observar, casi como en estado hipnótico, a la estrella más brillante, se desprende de su rama, se eleva de su tronco y viaja hacia ese planeta donde está seguro que debe haber otros juanes como él. Pero en ese mundo esos juanes tienen agua caliente, cosas ricas para comer, hasta tienen ese aparato donde ver dibujitos y camas tibias.

La casa de Pedro es un departamento de varios ambientes. Él tiene su cuarto solo, sus paredes empapeladas con suaves dibujos pastel, muchos juguetes coloridos ocupando todos los rincones, una cama en forma de auto y hasta un escritorio con una computadora tiene. Pedro va a segundo grado de una escuela privada. Le gustan los robots que se transforman, las naves espaciales, el tren eléctrico que armado ocupa casi todo su cuarto. Poco sabe Pedro sobre animales o ríos, poco le interesa. Le encantan las hamburguesas, los cereales con leche, y sobre todo las tortas de mamá.

Su vida, a pesar de tener siete años, es muy ajetreada. Además de la escuela, donde le exigen mucho, estudia inglés en un instituto y karate con un japonés. En los ratos libres lo hace feliz ir a un lugar repleto de computadoras para jugar en red a Mortal Combat o Counter Strike. Envidia, secretamente, las lapiceras perfumadas de sus compañeras y recuerda, todavía con asombro, el último viaje con su mamá, cuando por primera vez vio una vaca de tan cerca. Al llegar la noche, tras jugar un rato en la computadora, se duerme mirando televisión. Seguramente sueña cuál es el mejor atajo para reventarle las vísceras a su enemigo virtual.

Juan y Pedro no se conocen, ni siquiera se imaginan. Sin embargo, ambos carecen de lo mismo: solidaridad humana. También esto es la globalización.



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