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La insignia
3 de abril del 2002


Palestina


__Especial__
Palestina

Jesús Gómez
La Insignia. España, abril del 2002.



Cuando se habla de la fundación del Estado de Israel, se tiende a olvidar un factor directamente relacionado con la expulsión de todo un pueblo, el palestino, o su conversión en ciudadanos de segunda categoría; los líderes sionistas buscaban un paraíso étnicamente puro donde el acientífico y absurdo concepto de «raza» se confundía de forma nada inocente con una definición religiosa y cultural (judío), o para ser más exactos, con la interpretación excluyente del integrismo hebreo.

La base ideológica del sionismo no tendría tanta relevancia si se limitara a un simple discurso para conmemoraciones patrioteras. A fin de cuentas todo nacionalismo contiene el virus de la xenofobia y en circunstancias normales hace falta algo más que un puñado de locos, o una borrachera de símbolos nacionales, para que las estupideces sobre la identidad se transformen en lo que Amín Maalouf llama «identidades asesinas». Los sucesivos gobiernos de Israel no habrían llegado tan lejos sin el apoyo de Estados Unidos y Gran Bretaña; pero tampoco sin el silencio cómplice de determinados sectores de la propia izquierda que prefirieron mirar hacia otro lado. Qué importancia podía tener la destrucción de Palestina si existían los kibutz; sobre todo, después de lo sucedido en la Alemania nazi. La calidad intelectual de semejante argumentación (que raramente se planteaba de forma explícita, aunque estaba siempre presente) también dice mucho sobre cuestiones que superan el ámbito de este artículo.

En gran medida, los políticos de Israel han estado comerciando con el Holocausto para justificar las atrocidades cometidas en la defensa de sus intereses. Todavía hoy, cualquier persona que se atreva a criticar el sionismo corre el riesgo de ser acusado de «antisemita»; y si tiene la valentía de hacerlo en países con fuerte presencia de grupos de presión proisraelíes, la acusación se puede convertir fácilmente en persecución. ¿Cabría esperar otra cosa de los inquisidores? Las gentes como Ariel Sharon no aceptan el pensamiento de buena gana. Es peligroso, tanto como las irritantes e inconvenientes formalidades sobre derechos humanos. Si pudieran, si no fuera un acto demasiado visible, ya habrían convertido la cacería en un plan de exterminio sistemático; como no pueden, basta con encerrarlos en guetos, expulsarlos por miles, derribar sus hogares, ahogar su economía, encarcelarlos, quemar sus escuelas, torturarlos, asesinarlos «de forma selectiva» y dejar que el tiempo dicte sentencia. Pero la historia es caprichosa; si la teocracia israelí insiste en reeditar las cruzadas en la figura de un Estado racial y culturalmente puro, debería informar a sus fieles sobre lo sucedido un viernes 17 de junio de 1291.

Los palestinos han estado solos durante décadas. Más allá de los países árabes, apenas contaban con la simpatía de la Europa mediterránea y el respaldo puramente estratégico de la desaparecida URSS. ¿Y América Latina? La pregunta puede parecer improcedente, pero no lo es. Ya va siendo hora de que nuestros países escapen de su autismo nacionalista. El mundo existe, y pensarlo, vivirlo, es también la mejor manera de comprendernos. Sin embargo, basta echar un vistazo a la mayoría de los medios de comunicación latinoamericanos para comprobar dos cosas: que América Latina comienza ahora a descubrir el mundo y que, con demasiada frecuencia, desconoce claves que se encuentran en su propio ser. Claves árabes, persas, judías, latinas, griegas, como el idioma que utilizo en este instante.

La ultraderecha israelí no tendrá éxito si alzamos la voz. Los palestinos nos necesitan en las calles de Madrid, Buenos Aires, Santiago de Chile y La Habana. Si no somos capaces de hacerlo por reconocernos en ellos, hagámoslo por la vieja razón de la solidaridad. Y si tampoco eso nos sirve, recordemos que la barbarie no se va a detener en las calles de Ramala: forma parte de una estrategia más amplia que nos afecta a todos.



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