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22 de abril del 2002 |
Contra lo irremediable
Marta Caravantes
Estamos demasiado acostumbrados a asumir las tragedias, los males de este mundo, como algo irremediable. Una de las distinciones de estas sociedades del nuevo milenio se manifiesta en la capacidad extraordinaria para asumir como "normales" injusticias, violaciones de los derechos humanos, guerras y tendencias internacionales que acentúan las desigualdades.
Se ha escrito sobre los efectos de la sobrecarga informativa y cómo producen en el receptor cansancio, desinterés, confusión y hastío. Las malas noticias inundan los noticiarios: guerras, terrorismo, hambre, catástrofes naturales... Tan sólo de forma esporádica alguna noticia "amable" logra colarse de vez en cuando en el mare mágnum de desolación que cruza cada día los espacios de los medios de comunicación. Es tan abundante la tragedia que para el receptor se convierte en rutina, y llega a asumir la injusticia como una cotidianidad inapelable. Los informes de la ONU dan cuenta periódicamente del estado del mundo. La FAO alerta sobre el hambre, el PNUMA sobre el medio ambiente, la OMS sobre las enfermedades, UNICEF sobre la situación de la infancia... Las cifras de la ONU son esclarecedoras: la desigualdad aumenta, el deterioro ecológico avanza. Pero las cifras ya no golpean, son parte de la melodía mediática de la tragedia. Se considera "normal" que cada día mueran de hambre 30.000 niños, cifra que de tanto reiterada ha perdido su impacto y su trascendencia. 225 personas acaparan tanta riqueza como los 2.500 millones de habitantes más pobres del planeta; 17 millones de personas mueren cada año por falta de medicamentos; en África todos los progresos realizados en materia de esperanza de vida desde la Segunda Guerra Mundial están siendo anulados por el sida, que ha matado en la última década 10 veces más que los conflictos armados en el continente; el mercado de armas mueve cada año más de 800.000 millones de dólares; la ayuda al desarrollo ha disminuido hasta llegar a los niveles más bajos de la historia. ¿Es este un mundo "normal"? En la "era de las comunicaciones" la información existe, es accesible, llega a los ciudadanos,... pero se topa con un receptor demasiado acostumbrado a las malas noticias, a las cifras de la tragedia, a las imágenes de la violencia. No conmueven, no escandalizan, no sorprenden. Otras organizaciones, como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, nos dan cuenta de los pormenores de los derechos humanos, de sus violaciones constantes. Curiosamente este siglo XXI fue denominado como "el siglo de los derechos humanos" y ha iniciado su andadura con un recorte en las libertades bajo el pretexto de la cruzada contra el terrorismo. Tampoco produce escándalo que los derechos humanos queden sometidos a la cláusula de la "seguridad". El doble rasero a la hora de actuar frente a los gobiernos y países que violan los derechos humanos es otra de las costumbres asumidas, así como que los muertos estén clasificados en categorías: negros, musulmanes, latinoamericanos, asiáticos, blancos, estadounidenses. Que unos valgan más que otros es "normal". Como que los bancos utilicen paraísos fiscales, blanqueen dinero del crimen organizado (más de 600.000 millones al año) o sus corruptelas se liquiden con un borrón y cuenta nueva, mientras al pobre ladrón de barrio se le sentencia a vivir entre rejas. El pasado 18 de abril se constituyó el Tribunal Penal Internacional con la ausencia manifiesta de Estados Unidos, que no sólo no lo secunda, sino que lo rechaza y lo biocotea. Pero tampoco nos sorprende. En Oriente Medio, la brutal represión del gobierno de Sharon contra el pueblo palestino llega a producir indignación, pero no más. Nos hemos habituado a la violencia y al fracaso de los planes de paz. La rutina internacional nos habla del incumplimiento continuo de las resoluciones de la ONU, de firmas de convenciones internacionales que se vulneran, de cumbres internacionales contra la pobreza ineficaces. ¿También es "normal" que cinco países tengan derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU? De nuevo reivindicar lo evidente se convierte en proeza. Anunciar que no podemos asumir este tipo de "normalizaciones" le confiere a uno el calificativo de "radical" o "antiglobalizador". La injusticia ha adquirido el rango de hábito en nuestra vida, mientras que los actos de justicia se convierten en excepcionales y extraordinarios. La adecuación social a los excesos de un sistema que otorga patente de corso a los poderosos es alarmante. El hábito a la tragedia, a la injusticia reiterada, abunda en el irremedismo de los que se convencieron de que "no se puede hacer nada". Es necesario romper esa hipnosis colectiva que enajena con eslóganes de resignación. Al menos no perdamos la capacidad de asombro y de protesta en un mundo que, aunque cargado de injusticia, conserva aún posibilidades inéditas para construir una sociedad solidaria y fraterna. |
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