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La insignia
23 de septiembre del 2001


Cine

Historias con sexo


Jesús Gómez
XYX. Perú, septiembre del 2001.


Antes de la primera proyección cinematográfica, cientos de generaciones ya habían disfrutado en su imaginación de todas las representaciones eróticas posibles; en color, en blanco y negro, con diálogos más o menos absurdos o mínimos, en silencio absoluto, con jadeos, gruñidos, y en los mejores días, texturas ajenas. Las inmortales Linda Lovelace y Savannah no habían nacido, Eric Edwards y Harry Reems no eran ni un mal pensamiento en sus abuelos, y la X se limitaba a ser letra mayúscula bien abierta de aspas. Pero todos estaban ahí, en el deseo.

Entre nuestra naturaleza y su representación -imaginación incluida- se suelen introducir intermediarios no siempre recomendables. El miedo, la hipocresía, y puestos a enredar la madeja, la simple imitación de los comportamientos que nuestra cultura considere adecuados. No es extraño que se condene en la imagen y en las palabras públicas lo que se desea en la imagen y en las palabras íntimas. De modo que el cine se convirtió enseguida en campo de batalla de las distintas proposiciones morales, más apetecible incluso que otros géneros por una condición que conviene tener presente: sus grandes posibilidades como medio de manipulación social.

Por si alguien lo duda, las reglas del mundo cambian poco. Conquistar un espacio no implica el fin del conflicto, sino trasladar el conflicto al nuevo espacio, tal vez con nuevas características. Y ningún movimiento es definitivo: se avanza y se retrocede de forma permanente, en cualquier dirección. Sucede en lo que generalmente se entiende por política, sucede en la pequeña política -la gran política- de las relaciones personales, y sucede en las representaciones de las dos; por ejemplo, el sexo en el cine.


La infancia de la represión

Si en todo se elige un mito original, un acto constituyente, seamos irreverentes y olvidémonos por una vez de Josef Von Sternberg y «El ángel azul»: muchos espectadores descubrieron el erotismo en el cine con Maureen O'Sullivan, en una producción de la Metro Goldwyn Mayer, de 1932, que contaba con la presencia de un campeón olímpico de natación, Johny Weissmuller. Aquella película, traducida al español como «Tarzán de los monos», alimentó dos hitos del siglo XX, el famosísimo cóctel Margarita y el Código Hays.

La historia del cóctel merecería una aproximación aparte para no incordiar al fantasma del juarense «Pancho» Morales, ni a cierto camarero de Virginia que aseguró haber puesto el nombre de su novia al brebaje. A fin de cuentas, puede que la versión de Margarita Sames no fuera la correcta. Puede que no se inventara durante una fiesta en Acapulco, en 1948, aunque resulte sospechosamente lógico que Weissmuller y Lana Turner se ofrecieran como conejillos de Indias.

Excluido por inoportuno el tema del sexo y el alcohol, volvemos con Tarzán y Jane, o más concretamente, con esa especie de bikini que despertó el afán censor de los estudios cinematográficos. Las escenas íntimas de la película se hicieron más acordes a los gustos de la «mayoría moral» de los ejecutivos de Hollywood; el bikini se convirtió en vestido, y Boy pasó a ser niño adoptado para no empeorar las cosas con la soltería de sus padres. Sobre Chita no se dijo nada. En un país donde los negros no se acuestan con los blancos ni los blancos con los negros, pensar en la zoofilia está fuera de lugar.

Era la época de la represión, o más bien, la infancia de la represión. Todo consistía en un trocito de pierna por aquí, un hombro por allá, juegos de sombras, palabras y luces; cuestión de centímetros visibles y metros imaginables.


El fin de la Ley seca

Desde los años treinta, cualquier cineasta con pretensión de estrenar una película en Estados Unidos debía someterse a la calificación de la Motion Pictures Association of America (MPAA), regida por el Código Hays. Las viejas categorías morales del puritanismo permanecieron durante décadas y siguen muy presentes en la producción cinematográfica actual, pero la evolución de la sociedad y sobre todo la expansión del mercado obligaron a la poderosa organización a establecer un nuevo sistema de calificación que se extendió a todo el mundo, con una letra reducida hasta entonces a bastón de palabra sonora: la X.

Las primeras películas de sexo en color aparecieron en el norte de Europa a mediados de la década de los sesenta, aprovechando la derogación de las leyes antipornografía. Eran cintas de corta duración, como las producidas en Estocolmo por Lasse Braun, un italiano cuyo verdadero nombre era Alberto Ferro. Su empresa, Beta Film, produjo docenas de cortos en súper 8 entre 1962 y 1967.

Pero el nacimiento del género tendría que esperar hasta 1970, cuando Gerard Damiano rodó «Sex USA» (con Linda Lovelace y Harry Reems como protagonistas) y sobre todo con «Mona», de Bill Osco, el primer clásico del largometraje erótico. Llegaban las estructuras narrativas y algo parecido a relaciones creíbles entre sus personajes. Un poco más y el mundo contemplaría otro mito, «Garganta profunda», que desde luego no consiguió ningún Óscar ni fue aclamada en las oficialísimas alfombras del Festival de Cannes a pesar de su original planteamiento: Lovelace encontraba tan insatisfactorias sus relaciones sexuales que requería la opinión profesional de un médico, y el sorprendido galeno descubría que su paciente tenía el clítoris en la garganta.

La industria cinematográfica había encontrado un filón económico. Gracias a las distintas calificaciones podría aprovechar la demanda de cine de sexo sin transformar sustancialmente las convenciones morales del conjunto de su producción. Terminaba la ley seca del erotismo en el cine y en el archivo de la historia quedaban personajes como Anthony Peirano, de la familia mafiosa de los Colombo de Nueva York, quien montó una productora ilegal en Brooklyn y distribuía las cintas en bares y carnicerías.

¿Qué había cambiado? El mercado y en algunos países, también, algunas leyes. Sin embargo, se mantuvo el puritanismo de principios del siglo XX, oculto tras una elaborada teoría de supuestos contrarios. Lo implícito y lo explícito, y por encima de todo, el erotismo y la «pornografía».


Historias de sexo, historias con sexo

Si existe representación externa, el iconoclasta sexual ataca en primer lugar las imágenes y las palabras (en el cine, en la literatura). Si la representación está prácticamente limitada a la imaginación, ataca el pensamiento (a través de la educación, la religión, la costumbre). En general, nuestras sociedades han escapado del feudalismo legal que prohibía determinadas expresiones, de manera que el ataque se produce en los dos campos. Hasta en las épocas de menor represión, siempre hubo alguien interesado en introducir el sentimiento de culpa en el deseo. Incluso de forma aparentemente sutil.

La oposición entre erotismo y pornografía es un ejemplo excelente. Llevada al cine, implica en la práctica la invención de dos planos que se pretenden separados: el plano real, con manifestaciones eróticas controladas y socialmente bien vistas (el denominado «cine comercial», pero también la mayoría del «cine de autor»), frente a un espacio oculto (el cine de sexo) que permanece como inconsciente turbador del primero. Como es lógico, el planteamiento radica en una interpretación interesada de la palabra pornografía, que no definiría la simple representación del desnudo y por extensión del sexo, sino un marco moral: el marco de «lo obsceno».

En alguna parte de la obra de Octavio Paz -perdonen mi mala memoria- se esconde un descubrimiento obvio pero notable: «El erotismo es la metáfora del sexo». ¿Y la pornografía? Ya se ha contestado: la metáfora del sexo. Para los puritanos, en cambio, el erotismo debe ser algo intangible, alejado del cuerpo, del mal, un sí pero no de escenas inconclusas y relaciones políticamente correctas.

En un mundo donde amplios sectores pretendidamente progresistas aún discuten la existencia del orgasmo vaginal y están por descubrir que los hombres también juegan, cualquier cosa es revolucionaria. En un mundo donde determinadas feministas coinciden con la extrema derecha en su condena al desnudo y toleran la ablación del clítoris por considerarla una diferencia cultural indígena, es posible que cualquier apelación a la inteligencia sea un ejercicio inútil. Pero desengáñense: no hay sexo explícito y sexo implícito, no hay erotismo y pornografía. En lo tocante a la literatura y el cine, sólo hay historias de sexo e historias con sexo, buenas, malas, regulares, con tratamientos y propuestas diferentes. Nada más.

Y ahora, si me lo permiten, los dejo. Dentro de quince minutos reponen un título de la recientemente fallecida Savannah. No es Maureen O'Sullivan, pero me servirá.



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