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13 de noviembre del 2001 |
Guitarra negra Alfredo Zitarrosa
Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra. Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía. Cómo se toca tu carne de aire, tu oloroso tacto, tu corazón sin hambre, tu silencio en el puente, tu cuerda quinta, tu bordón macho y oscuro, tus parientes cantores, tus tres almas, conversadoras como niñas. Cómo se puede amarte sin dolor, sin apuro, sin testigos, sin manos que te ofendan. Cómo traspasarte mis hombres y mujeres bien queridos, guitarra; mis amores ajenos, mi certeza de amarte como pocos. Cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre, sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte, de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas.
Hoy anduvo la muerte buscando entre mis libros alguna cosa. Hoy por la tarde anduvo, entre papeles, averiguando cómo he sido, cómo ha sido mi vida, cuánto tiempo perdí, cómo escribía cuando había verduleros que venían de las quintas, cuando tenía dos novias, un lindo jopo, dos pares de zapatos, cuando no había televisión, ese mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador, esa novela canallesca escrita por un loco. Hoy anduvo la muerte entre mis libros buscando mi pasado, buscando los veranos del 40, los muchachitos bajo la manguera, las siestas clandestinas, los plátanos del barrio, asesinados, tallados en el alma... Hoy anduvo la muerte revisando mi abono del tranvía, mis amigos, sus nombres, las noches de café Montevideo, las encomiendas por la Onda con olor a estofado, revisando a mi padre, su Berreta, su Baldomir, revisando a mi madre, su hemiplegia, al Uruguay batllista, a Aristides querido, a mis anarcos queridos bajo bandera, bajo mortaja, bajo vinos y versos interminables... Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes, bajo sospecha de subversión. Y no halló nada... No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre ni a mi madre, ni a Marx, ni a Aristides, ni a Lenin, ni al Príncipe Kropotkin, ni al Uruguay ni a nadie. Ni a los muertos Fernández más recientes... A mí tampoco me encontró... Yo había tomado un ómnibus al Cerro e iba sentado al lado de la vida. Pasé frente al Nocturno y la vida había pintado unos carteles. Pregunté en una esquina por la hora, y en la bolsa del hombre que me dijo la hora iba la vida, junto con su almuerzo... Hoy dejaré las puertas y las ventanas de mi casa, abiertas... Y la noche entrará por todas las ventanas de mi casa, por todas las ventanas de todo el barrio, por todas las ventanas de todos los cuarteles y de todas las cárceles, por todas las ventanas de los hospitales... La noche entrará, cabeceando, saltará para adentro, sombra a sombra a la luz del farol... Y se echará en el piso como un perro... Y aguardará hasta la madrugada... Hoy... Dejaré las puertas y las ventanas de mi casa, abiertas, para siempre... Mi corazón está mejor situado que mi casa. Mi casa, más cercada que mi barrio. Mi barrio, cercado por mi pueblo. En mi barrio vive el Presidente, cercado por un muro casi derrumbado. Temblando, con el frontal partido con el marrón, por el marronero, cae sobre sus costillas, pesada como un mundo, la res. Cae con estrépito, de bruces sobre el cemento... Balando al descuajarse su osamenta, ya sólo un pobre costillar enorme, ya sólo un pobre cuero y sangre, media tonelada de huesos astillados, hincados en toda esa vida temblorosa y atónita. Ahí se va alzando, como un pesado pingajo, atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba, que la alza por un hojal abierto en el garrón de un cuchillazo en plena estupidez sentimental, en plena media tonelada de monstruoso dolor, incomprensible, absurdo, balando, plañidera y tonta, como un escarabajo que no piensa, mientras medita lentamente por qué duele tanto y por qué duele qué parte de quien es ella misma, la res, abierta al descuartizamiento atroz por todas partes, que nunca habían dolido y que eran tantas partes, tan extensas... Y que pastando nunca había dolido... Haciendo leche, esperma, músculos, crin y cuero y cornamenta viva, que eran la vida misma manando hacia sus adentros, vibrando tiernamente como un sol cálido hacia sus adentros... Y nunca habían dolido... Ya está colgada... Las patas delanteras se enderezan, se endurecen y avanzan hacia adelante y hacia arriba, implorantes y fatalmente rígidas, rematadas en cortas pezuñas que hace un instante amasaban el barro del corral, el estiércol de otros cien balidos, Dinosaurios del siglo de las máquinas, nacidos para morir de un marronazo... Ahora ya es carne azul colgada en la heladera: Uruguay for export... Aquella res, que murió de un marronazo, cayó y tembló todo el frigorífico. Aquella otra res que recibió el marronazo en plena frente, de dos dedos de espesor, mientras entraba al tubo desconfiando porque allí no había pasto, alcanzó a comprender que había otra res delante, balando, que ya se la llevaba el gancho. Y cayó detrás, también, y el cemento tembló bajo esos huesos... Aquella otra res, que esquivó el marronazo y que cayó también, con un ojo reventado una guampa partida, deshecha, también cayó y tembló la tierra, tembló el marrón, tembló el marronero; la res, murió temblando de dolor y de miedo... De un marronazo en plena frente for export del Uruguay. En la punta del agua, una flor blanca, luminosa, de quince dólares, se hace chispa, se abulta, se diluye, chorrea entre otras flores más pequeñas, llora, se agita, la catapulta en chorro de agua y sube como bola en el aire..Está naciendo siempre, mientras el agua canta en esa fuente de la boite... Entre aplausitos, al compás de la orquesta, blanda flor blanca, acuosa, nostalgiosa en el aire... Subida en los aplausos como espitada, hendida, empitonada... Gime y llora en la noche, tira estrellas bailando bajo el humo, renace, llora por el chorro azul-blanco de la fuente como si fuera planta que la cría -y que no es- y sin embargo, así seguirá abriéndose, muriendo, hinchándose y flotando, mientras dure la noche, su belleza infantil de ingeniería, su blando corazón bajo el foquillo fijo y lechoso. El gringo, el chorro de agua a precio, el aire de importación, esas hembras, el mozo, esos señores. Hace un buen rato ya que doy trabajo y vengo acostumbrándome al desuso de mi alma, a la razón del enemigo, a mis sesenta cigarrillos diarios, a las malas costumbres de mis canciones, que de algún modo siempre fueron nuestras, vos lo sabés, guitarra negra... Hoy reanudo en un cómico enderezo la hora de ayer parada en su nostalgia. Me hacen sufrir las alas que me puse para volar, mas grito y se alzan, gimo y me acompañan, río y baten de a dos, como que están amándose y se odian, sin embargo mis dos alas se odian, se enderezan, se hacen amigas mías para llevarme por todas partes: allá está la canción, aquí la nada... Más allá el pueblo y más acá el amor. Pero el pueblo está también más acá... Y antes estaba allá también, detrás del pueblo el pueblo. Hemos viajado por todos mis caprichos y el pueblo hozando el piso, amándose con alas como las mías... Odiando su destino, odiándome y amándome sin alas, con millones de pies, con manos y cabezas y lenguas... Y sus mil bocas dicen: "Ahora, la suerte ya está echada..." La mariposa viene hacia mí en la calle, en el aire húmedo, por el aire húmedo bailando, por el aire agobiante, ominoso, bailando en el aire caliente. Y yo vi que no era a mí a quien buscaba sino a la muerte... Y que no buscaba la muerte también vi, porque no era mariposa de la cudad de hierro, ni nacida para eso, sino que era mariposa nada más, en la ciudad, presa y ya muerta de antemano, fatalmente. Buscando en ese bailar loco y frágil un ala, un grano, una pizca de polen en el cemento. Porque la mariposa nace y no aprende nada hasta que muere en cualquier sitio, herida de muerte por su semana justa, por su tiempo preciso, por su sórbito de vida ya bebida. Eso no es tan triste... Triste es ver su cadena de huevos en el hollín, depositados junto a un río de aceite, a la sombra de las altas paredes de cemento... Su cadena de huevos de seda... Hago falta. Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, si no estoy. Siento que hay un sitio para mí en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que defraudo una espera. Siento la tristeza o la ira inexpresada del compañero, el amor del que me aguarda lastimado. Falta mi cara en la gráfica del pueblo, mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, mis piernas en la marcha, mis zapatos hollando el polvo. Los ojos míos en la contemplación del mañana. Mis manos en la bandera, en el martillo, en la guitarra, mi lengua en el idioma de todos, el gesto de mi cara en la honda preocupación de mis hermanos. Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra, guitarra negra... Dice Enrique, mi hermano, que hay cierto perro hundido que se lame mansamente y nos lame, lamiéndose, una herida quieta allá al fondo, sentado en su escalón. Y dice más mi hermano el otro Enrique, en Praga. Dice que amarte con certeza, hacerte enteramente hembra, darte lo que de vida tengan mis urgencias será amar más y más a Jaime; amarlo, más de veras... Por su alma, su propio perro mordedor bajo el garrote, el cable, el puñetazo, la bolsa de arpillera, el plantón y el insulto. La olvidada mejilla que no ponen ni él ni nadie a golpear... Sino con hambre y Rita y José Luis, con Gerardo y Raúl y Rosa y Sara y Mauricio... Y por todos nuestros muertos. Y he sabido, guitarra, que este otro perro que criaste, ladrador, campesino, a veces manso o vigilante, que roe su propio hueso en la penumbra y gruñe, cual casi todo perro popular, vagará por tus anchas veredas, tus milongas sangrantes, hasta morir también, tal vez un día, de soledad y rabia. De ternura. O de algún violento amor: de amor, sin duda. |
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