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16 de mayo del 2001 |
Marlene Dietrich: La traviesa Lola-Lola
Álvaro Louraeiro
En Desesperación (Stage Fright, de Hitchcock, 1950), cuando un policía le hacía saber que no había dudas acerca de su participación en un asesinato, Charlotte (Marlene Dietrich) se limitaba a permanecer sentada y sostener un cigarrillo entre los labios, al tiempo que, mirándolo desde abajo, le solicitaba fuego a su acusador. Al espectador le quedaba así claro que Charlotte, culpable, por cierto, se las arreglaría para salir adelante. Como aquel personaje, Marlene siempre salió adelante, ya fuera alimentando con dotes propias la imagen que Josef von Sternberg creara a partir de singular materia prima en El ángel azul (l930) y desarrollando una doble carrera de actriz y cantante mediante la cual seduciría a hombres y mujeres ("Marlene tiene sexo pero no género", afirmaría el ubicuo Kenneth Tynan), entablando amistad o algo más con celebridades como los escritores Erich Maria Remarque, Jean Cocteau y Ernest Hemingway, los actores John Gilbert, Maurice Chevalier, Brian Aherne, Douglas Fairbanks, Jr, James Stewart, John Wayne, Jean Gabin y Yul Brynner, el productor Mike Todd, los directores Fritz Lang, Orson Welles y, por supuesto, su protector y protegido Von Sternberg, y el músico Burt Bacharach, además de un puñado de mujeres famosas -Greta Garbo y Edith Piaf, entre ellas- que la frecuentaron en diversas oportunidades. Su sentido del humor, sin embargo, era más fuerte. Tan fuerte como para que, cuando Cantinflas tropezaba con las impresionantes piernas de la diva en la escena de la taberna de La vuelta al mundo en ochenta días, disculpándose con un "Perdón, señora, no la había visto, estoy buscando a un hombre", Marlene le disparaba un "Yo también".
No encontró, sin embargo, a su hombre, o nada que se le pareciese, en un temprano matrimonio -con Rudolf Sieber en 1924- en pocos años transformado en una especie de amistad a largo plazo, ya que la berlinesa Magdalena von Losch (190l-1992), más conocida como Marlene Dietrich, trazaba planes menos hogareños, como los de seguir haciendo teatro y cine, primero en su ciudad natal y, luego, gracias a Hitler, en Estados Unidos, Inglaterra o donde fuese. En la década del 30, Hollywood ya la había tentado, pero Alemania era su patria y desde allí llegaba un llamado de Adolf Hitler proponiéndole una carrera europea gloriosa si la diva accedía a volver a Berlín para compartir el séquito -y quizás el lecho- del Führer. Marlene optó por el exilio norteamericano, colaborando, al estallar la guerra, abierta e incansablemente con los aliados al volar en precarios aviones a lugares distantes para entretener y, claro, seducir a los soldados con "Falling in Love again" y otros temas de un repertorio que llegó a escucharse en el cine 18 de Julio de Montevideo en 1959. "Tal vez, debí aceptar la oferta de Hitler -sostenía cuando los años habían pasado-, podría haber salvado la vida de seis millones de judíos." Es probable que al decir eso, Marlene estuviese sobreestimando la magnitud de sus talentos, algo que no hacía en otras instancias. "No es que mis piernas sean tan hermosas. Soy yo la que sabe qué hacer con ellas", dijo alguna vez. Sabía que la relación entre un actor y, por ejemplo, el maquillador es como la de "los cómplices de un crimen" pero nunca se la escuchó referirse al par de muelas que, se dice, le extrajeron para acentuar sus pómulos. Al filo de los cuarenta, Hollywood se permitió el lujo de pensar que la imagen que había hechizado plateas de todas partes del mundo no era tan valiosa como al principio. La meca del cine consideró entonces a Marlene un veneno de taquilla. Lo hizo asimismo con Katharine Hepburn. Ambas, no obstante, rieron último. A Marlene le sirvió rodar alguna comedia, dejar que Orson Welles le serruchara las piernas en un acto de ilusionismo, visitar los frentes de guerra y seguir adelante por un mundo más ancho de lo que Hollywood concebía. Si ya no aguardaban en el futuro hitos como los de Marruecos, El expreso de Shanghai y El diablo es una mujer, la solicitarían, en su lugar, Billy Wilder para La mundana y Testigo de cargo, Fritz Lang, quien la transformaría en la jefa de los pistoleros de El refugio, el recurrente Welles pronto a disfrazarla de gitana en el estremecedor final de Sombras del mal y el poderoso Stanley Kramer atreviéndose a hacerla volver a suelo alemán para ayudar a explorar las heridas del pasado en El juicio de Nuremberg. Y las giras continuaron. En Londres, París, Las Vegas o Sydney, Marlene emergía luciendo una capa de armiño blanco sobre el traje ajustado, escotado y refulgente. Al extinguirse la ovación de rigor, la voz ronca y acariciadora entonaba las canciones de sus películas, "La vie en rose" o la melancólica "Lili Marlene". Los escenarios se llenaban de canastos de flores. Sólo el irónico accidente en que se quebrara una de aquellas piernas interrumpió el desfile en los años setenta. De allí en adelante, el ostracismo. Desde su apartamento en París seguía, pese a todo, las alternativas de lo que sucedía afuera, recibiendo a escasos y selectos invitados, como Maximilian Schell, coestrella de El juicio de Nuremberg, convertido en director y decidido a rodar en l983 un documental sobre la vida y la carrera de su amiga. Marlene aceptó en dicha ocasión hacer comentarios sobre los clips de los filmes que mostraba la pantalla, hecha la salvedad de no fotografiar su rostro. Como para prolongar el efecto de la imagen que el público -y ella- deseaba conservar. El recuerdo de ese público siempre guardaría la irrupción desafiante de la mujer capaz de dejar de lado un esplendoroso vestuario para ponerse un par de pantalones e invitar a toda una generación femenina a imitarla, así como calzar un traje completo -sombrero incluido- de varón o un disfraz de gorila sin inmutarse demasiado cuando las feministas de turno decidían mencionarla entre sus adeptas o los anti de cualquier tiempo deslizaban entrelíneas comentarios acerca de su bisexualidad. Es que Marlene se propuso de manera mucho más abierta abrir todos los caminos por los cuales transitan las seductoras vocacionales. Y fue única en lo suyo. Quienes se movieron en su entorno afirman también que la diva, la superestrella, la matahombres y mujeres, era capaz en la intimidad de disfrutar cocinando, de fregar la casa de un amigo necesitado, ya fuese un decaído y alcohólico John Gilbert o David Niven, viudo desolado. Acerca de ésta y otras Marlenes, Hemingway se pronunció una vez: "Si ella no tuviera más que su voz, la misma alcanzaría para rompernos el corazón, pero Marlene es, además, la dueña de un hermoso cuerpo y de la belleza sin edad de su rostro". El Berlín que una vez cuestionó su conducta política, por lo pronto, hoy le dedica plazas y exposiciones. El celuloide, el video y el dvd, a su vez, se encargan de demostrar las razones de tantos homenajes. |
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