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La insignia
2 de mayo del 2001


La cizaña entre las flores


Graham Greene
La Jornada Semanal, suplemento de La jornada. México, mayo del 2001.

Traducción de Rubén Moheno


En 1957, Graham Greene viajó a China con un pequeño grupo de típicos británicos que incluía a la señorita Smith de Hampstead, comunista y lectora asidua del Morning Star, un profesor de temas educativos, “el inocente lord Chorley”, y la picarona Margaret Lane, periodista y amiga de Greene. En este texto, el gran escritor británico relata las peripecias del viaje, los pintorescos conflictos que se dieron entre el Oriente y el Occidente y “la forma abominable” en que se comportaron los hijos de la pérfida Albión con los habitantes de la “misteriosa China”. Es notable la traducción hecha por el gran especialista mexicano en la obra de Greene, nuestro colaborador Rubén Moheno.


Poco podía prever del tiempo turbulento que me esperaba, cuando mi amiga Margaret Lane llamó por teléfono para invitarme, sujeto al consentimiento de las autoridades chinas, a formar parte de un pequeño grupo que viajaría por China durante un mes, en el que se encontrarían ella y su esposo, en abril de 1957.

Me sentí algo defraudado cuando me hallé sin mis amigos en el aeropuerto de Londres, quienes al parecer partirían en otro grupo unas semanas más tarde. Así que ahí estábamos en la pista, un grupo de cuatro, todos desconocidos entre sí: yo mismo, una señorita Smith, dama comunista de Hampstead, un profesor cuyo nombre no capté al principio. Su tema, educación comparativa, entonces era algo muy desconocido para mí, y seguiré llamándolo el profesor, dado que resultó que yo habría de comportarme en forma abominable con él. Yo habría de comportarme en forma abominable incluso con el inocente lord Chorley, pero lord Chorley ha muerto y no puede afectarle nada de lo que yo escriba.

El problema no empezó en la primera etapa, que nos llevó a Moscú, donde cambiamos aviones, tampoco durante las cuarenta y ocho horas que siguieron, en esos lejanos días previos al jet, hacia Pekín, así que tal vez el Mou-Tai, que aprendimos a valorar cuando llegamos a China, pudo haber contribuido en algo a los problemas que causé. Nos vimos muy poco entre los aviones en Moscú, y aún éramos un grupo amistoso cuando abordamos el avión chino en la capital mongolesa, Ulan Bator. El aterrizaje en Pekín fue muy brusco, y entonces pregunté a la azafata por qué no había cinturones de seguridad. “Oh”, dijo ella, “claro que teníamos cinturones de seguridad al principio, pero ahora nuestros pilotos son muy confiables.”

Pienso que mi muy arraigada preferencia a viajar solo pudo haber sido lo que desató el problema. Para citar a Kipling erróneamente, “viaja mejor el que viaja solo”. Cuando llegamos al aeropuerto de Pekín nos dieron té inmediatamente, sentados en las típicas e incómodas sillas chinas, y nos preguntaron dónde queríamos ir. Esa era mi oportunidad, pensé yo, para estar solo, así que, antes que nadie pudiese hablar, dije: “Quiero ir a su antigua capital, Sian, después quiero ir a Chungking, y entonces tomar un barco en el Yangtse-kiang hacia Hangkow y regresar a Pekín en tren.” Se hizo una pausa para que hablaran los demás, y entonces, para mi consternación, mis tres compañeros se sumaron al plan. Estábamos condenados a permanecer juntos. ¿Y ahora qué?

Al principio no hubo problema. Se nos dijo que debíamos esperar a un segundo grupo para visitar las atracciones turísticas pertinentes (y qué maravillosas son), La Ciudad Prohibida, La Gran Muralla, Las Tumbas Ming, nada en Occidente puede compararse con eso. Pasaron unos días antes que de voláramos hacia Sian, y mis compañeros se enfrascaron en visitas serias a las fábricas y establecimientos educativos e instituciones científicas, pero yo pude disculparme, dado que había hecho amistad con el gigantesco conductor de un triciclo, que estaba dispuesto a llevarme de compras por las calles apartadas de la ciudad. Era probable que fuese un informante de la policía, ¿pero qué me importaba a mí? Yo era inocente de cualquier intención de espionaje, feliz de andar solo, comprando una caja de tintas aquí y una atractiva chaqueta acojinada para una amiga en casa. Él hablaba incluso un poco de inglés, lo que hacía aún más probable que fuese un informante, y que yo lo apreciara más por perder su tiempo conmigo. Tal vez mi deseo de andar a solas justificaba una cierta sospecha.

Se nos asignaron dos guías, un hombre joven y una muchacha (la muchacha, supuse yo, como chaperona de la señorita Smith). Ambos eran amables, pacientes y encantadores. En un punto de nuestro viaje visitamos una granja colectiva, y pregunté al joven guía acerca de la anticoncepción. “Claro”, me dijo, “se promueve y se practica ampliamente.”

–En este pueblo, por ejemplo, ¿habría una botica?

–Sí. Sí. En todas partes.

–¿Donde un hombre pueda comprar un preservativo?

–Sí, sí, claro.

–¿Sería tan amable de comprar uno para mí?

Meditó un largo rato antes de hallar la respuesta. “No puedo hacer eso. Mire que no sé su medida.”

Fue en Sian donde empezó mi adicción a esa peligrosa bebida, Mou-Tai, que tiene un grado alcohólico entre 50° y 60°. Un experto me había dicho que, fuera de las grandes ciudades, uno debería seleccionar para comer los restaurantes más sucios, y resultó verdad en Sian, donde también el Mou-Tai era de primera calidad, lo que tal vez explique las lagunas en mi memoria. En Sian recuerdo a medias haber visto una ópera de Pekín de estilo moderno, donde unas muchachas vendían refrigerios durante la presentación, como las muchachas que venden naranjas en Stuart London, pero no vendían naranjas sino ajos en conserva.

Tal vez ya sentía una cierta irritación con el profesor, que me parecía, estoy seguro que muy injustamente, que hablaba en párrafos incluso cuando respondía a una afirmación simple como: “Parece que va a hacer un buen día.”

“Sí”, respondería él, “anoche mientras me acostaba percibí una ligera brisa proveniente del oeste y yo creí…”

En cualquier caso, el Mou-Tai, incluso sin el profesor, probablemente habría sido mi caída. Compré una pequeña botella para llevarla en el muy pequeño avión en que viajamos hacia Chungking, donde empezaron los verdaderos problemas. Ya en el avión, cuando descendía, el muy inadecuado tapón del Mou-Tai reventó y llenó la cabina con sus exhalaciones.

El aeropuerto está ubicado en lo alto de una colina que domina Chungking. Nos esperaba una comitiva de anfitriones para llevarnos en auto a la ciudad. Olíamos a Mou-Tai. Pero yo guardaba con avaricia lo que aún quedaba en la botella, y había hecho un tapón de papel aún más inadecuado.

Un joven me escoltó hacia un taxi. Hablaba un excelente inglés, y empezó a decirme cuán oportuna era nuestra visita, porque Chungking celebraba un festival en honor del gran poeta inglés Robert Burns, y el invitado de honor era otro gran poeta inglés que había escrito una oda a Lenin, Hugh Mac…

–¿Diarmid? –sugerí correctamente.

–Yo mismo soy un poco poeta –siguió él–, y admiro mucho la poesía de Robert…

Estalló abruptamente. Lo miré. El color de su cara tenía una extraña sombra de verde. Gesticuló violentamente con las manos. Comprendí que trataba de señalar la botella de Mou-Tai; tanto apuro por una pequeña botella. Con mucho remordimiento la arrojé por la ventana, y mi acompañante guardó un silencio lleno de reproches mientras nos aproximábamos a Chunking en una gran vuelta en redondo. (Encontré a MacDiarmid en el festival unos días después. Pienso que estaba incómodo con la presencia de un escritor inglés en el festival de Burns, pero fue amistoso cuando le hablé de mis mezclas de escocés favoritas.)

Nos alojaron en un hotel muy cómodo, que basaba su arquitectura en la del Templo del Cielo, de Pekín, y ganamos las palmas de oro al dar la respuesta correcta cuando nos preguntaron si preferíamos comida china o europea. Nuestros compañeros de viaje rusos (aún era el periodo de la entente) escogieron la europea, y después de eso había grandes canastas de comida proveniente de Moscú junto a la puerta trasera. Como recompensa, nos llevaron a la cocina y nos presentaron al chef, que era secretario local del Partido Comunista.

Las palmas de oro no habrían podido lograr más. El alcalde de Chungking nos invitó a cenar en el hotel, y el chef se superó. La comida era de Sichuán, que se considera la mejor de China con justificada razón. El Mou-Tai era excelente. El problema que se venía incubando entre el profesor y yo surgió de repente en forma inesperada, y la víctima fue lord Chorley.

En Londres me habían pedido que preguntara por la suerte de un escritor preso que se llamaba, creo recordar, Hu Feng. Mientras nos relajábamos con el Mou-Tai y la magnífica comida, pregunté al alcalde si por casualidad sabía algo del caso del señor Hu Feng. “Oh, claro”, contestó, “ el señor Hu Feng es ciudadano de Chungking.”

–Entonces supongo –seguí con cierta falta de tacto–, que usted estará complacido cuando sea llevado a juicio y sepa si es inocente o culpable.

–Debe ser culpable –contestó el alcalde–, o nunca habría sido arrestado.

Hubo entonces lo que pareció un gran momento de silencio. Pienso que nosotros cuatro quedamos un poco asombrados, incluso la señorita Smith, por la franqueza de la respuesta. Entonces habló lord Chorley para aligerar el bochorno, y sólo lo hizo peor. Incluso se puso de pie para subrayar el serio propósito de sus palabras.

–Todos los que estamos aquí –dijo– comprendemos las dificultades especiales que sufren ustedes, la República Popular, rodeados como están por los espías de Taiwán.

Ante mis ojos cruzó como un destello la imagen del mapa del Times; el enorme manchón blanco de China extendiéndose desde Cantón, en el sur, a las desolaciones de Sikiang, y en el lejano norte hasta Mongolia, y aparte, como un arete, Taiwán. ¿China estaba “rodeada” de espías? Sin duda excitado por el Mou-Tai, yo también me agité. Estaba conmocionado, dije, por escuchar a un jurista inglés hablar en términos tan escandalosos. ¿En su opinión, un hombre podía ser considerado culpable sin haber sido sometido a juicio? En ese caso, yo debía rehusarme a viajar en compañía de lord Chorley. La fiesta terminó.

Al día siguiente era Pascua. Fui a misa a una catedral católica muy concurrida, y cuando regresé al hotel tuve sentimientos de culpa, que aumentaron cuando encontré a lord Chorley y éste alargó la mano y se disculpó por su conducta. Claro que la disculpa debió ser mía. Sin embargo, estrechamos las manos y nos perdonamos y al día siguiente estábamos en el barco rumbo a Hangkow, compartiendo amablemente un camarote.

El único irritante en el grupo era el profesor, que seguía hablando en párrafos; compartía cuarto con nuestro guía y la señorita Smith, que se situaba en un plano superior a nuestras riñas, compartía un camarote con la joven guía. Siempre estaba gentilmente calmada y daba crédito, así lo sentí, a su fe comunista. Medio barco iba ocupado por soldados, para los que tocaban piezas patrióticas. Nosotros cuatro quedamos apartados de ellos, en una especie de primera clase, de la que éramos los únicos miembros.

No recuerdo si fue la primera o segunda noche a bordo, cuando en la cena sobre la cubierta y, por supuesto, después de unos tragos del insidioso Mou-Tai, no pude soportar más los párrafos del profesor. Alzamos las voces. No recuerdo los términos que usé, deben haber sido severos porque el profesor amenazó con lanzarme al Yangtse-kiang; confío en que haya sido la señorita Smith quien calmó los ánimos, y todos nos fuimos a dormir.

En medio de la noche desperté por unos ruidos extraordinarios, como si estuvieran ahorcando a alguien. Parecían provenir de la puerta contigua, y al instante pensé en el peligroso profesor. También él había bebido Mou-Tai. ¿Asaltaba a su compañero de camarote, nuestro joven y amistoso guía? Los estruendosos ruidos continuaron. Observé a lord Chorley. Él dormía apaciblemente. Había que hacer algo. Me levanté y fui al corredor y azoté con furia la puerta del profesor. “Óyeme, cabrón, ya para ese pinche ruido”, (Stop that fucking noise, you, bugger) grité. Se hizo un silencio y volví a la cama.

Me dormí, pero cuando desperté otra vez, ahí estaban los mismos gritos sofocados de un estrangulamiento, sólo que esta vez parecían venir de la cubierta de arriba. ¿Había escapado nuestro guía y había sido perseguido por el profesor asesino? ¿Sería él, como sustituto mío, lanzado al Yangtse-kiang? Después de una ojeada a lord Chorley, quien dormía sin sobresaltos, salí del camarote para ir al puente, pero entonces me di cuenta del verdadero origen de esos extraños sonidos. Sólo era el idioma chino. Los cocineros hablaban entre ellos en la cocina.

A la mañana siguiente, cuando todos estábamos juntos, la señorita Smith señaló, con maternal desaprobación: “Señor Greene, ¿por qué gritaba usted esas malas palabras anoche en el corredor?”

Le expliqué que temía que el profesor estuviese ahorcando a nuestro guía. No sé qué pensó el profesor, pero sentí que entonces, y ahí, había ganado la confianza y la amistad del guía.

Me había peleado con lord Chorley, me había peleado con el profesor. No había nadie más con quién pelearse, porque nadie, creía yo, podía pelear con la señorita Smith. Nuestra breve estancia en Hangkow fue pacífica y lo mismo nuestro viaje por tren hacia Pekín (aprecié la consideración china de proveer espantamoscas para el salón comedor), y fue un alivio cuando me enteré en el hotel de que había llegado el grupo de Margaret Lane.

Sólo una cosa salió mal. Se esperaba que ambos grupos tomaran té con el ministro de cultura, pero nosotros llegamos casi una hora tarde porque Beryl de Zoete, la bailarina y compañera de Arthur Waley, había quedado encerrada en el baño y nadie parecía ser capaz de abrir la puerta.

Acudimos juntos a los escenarios para turistas, y entonces el grupo de Lane partió por la ruta que habían escogido y a nosotros cuatro nos dieron una cena de despedida fuera de Pekín. Estoy seguro de que el evento se habría desarrollado en forma espléndida de no haber estado yo ahí.

Lord Chorley hizo un impecable y conciso discurso de agradecimiento y entonces, para mi desconsuelo, al profesor le pareció necesario hacer otro discurso, que amenazaba ser tan largo como el más largo de sus párrafos, y me dio tiempo de tomar otro vaso de Mou-Tai. El profesor empezó así: “Deseo sumar mi agradecimiento al de lord Chorley, tan admirablemente expresado por él, y sólo quiero añadir una cosa: que hemos hecho a nuestros anfitriones chinos, para no hablar de nuestros amistosos y eficientes guías, tal vez el mayor cumplido a nuestro alcance, al comportarnos en su presencia con absoluta naturalidad, y además, siento que…”

No pude soportarlo. Me levanté furioso. “No hemos hecho nada de eso,” dije, “nos hemos comportado en forma abominable y debemos amplias disculpas a nuestros anfitriones.” El profesor se sentó y la fiesta terminó, pero antes de que partiéramos, el profesor me llevó aparte. No estaba enojado. Sólo estaba lastimado. “Me hubiera gustado que no interrumpiera mi discurso, Greene,” dijo él. “Usted no podía saber las circunstancias que lo hicieron necesario. Mire que esta tarde lord Chorley peleó con la señorita Smith.”



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