23 de marzo del 2001 |
¿Por qué debe ser libre la lengua? María del Carmen Ugarte García
Resumen:
De cómo las ideas nacieron y circularon libres. De cómo la imprenta irrumpió en ese proceso. De por qué aparecieron las leyes de la propiedad intelectual. De cómo, con la aparición de las nuevas tecnologías, esas leyes vuelven a cuestionarse. De cómo el conocimiento no debe ser un bien de un solo uso. De cómo los poderes públicos deben impulsar y no impedir la difusión del conocimiento. De cómo este proceso se alimenta a sí mismo. Palabras clave: lengua, conocimiento, libertad, derechos de autor, gramáticas, diccionarios. Preámbulo Cuando oímos hablar de los movimientos en pro de una lengua libre podemos estar oyendo hablar sobre cosas bien distintas, desde aquellos aspectos lingüísticos que huyen de todo doctrinismo o academicismo, hasta aquellos otros aspectos, mucho más prosaicos, que hablan de la necesidad de no poner barreras a la difusión de la lengua y de las enseñanzas relacionadas con ella. Pese a ser el primero de los aspectos, sin duda mucho más atractivo desde un punto de vista teórico, esta reflexión la dedicaremos al segundo aspecto, a la necesidad de no poner barreras a la difusión del conocimiento. En el principio todo fue libre La humanidad prosperó gracias a la transmisión sin trabas del conocimiento. Durante buena parte de la historia de la humanidad y todavía en muchas culturas, la mayor parte de los conocimientos se transmitía por vía oral, de generación a generación e incluso dentro de las propias generaciones. Nada ni nadie parecía querer poner trabas a esa circulación de ideas; de haberlo hecho, sin duda, la evolución hubiera ido por caminos bien distintos. Llegamos así, con este bagaje, al periodo que ya nuestros libros escolares denominaban «Historia», es decir, aquel periodo de nuestras vidas como hombres en los que la aparición de la escritura hizo posible no solo que los conocimientos se transmitieran de generación en generación sino que esta transmisión fuera posible entre generaciones lejanas tanto en el espacio como el tiempo. Los límites a la transmisión del conocimiento en este periodo de nuestra historia se derivaban del alto coste de producción que los materiales de transmisión del conocimiento (tablillas, papiros, libros anteriores a la imprenta...) tenían, pero de ningún modo a un sentido de la propiedad (entendido como se entendía la propiedad de tierras, esclavos, ajuar doméstico o útiles de producción) del contenido de esos materiales. A fin de cuentas, las ideas, por inmateriales, no tenían dueño, y tampoco en el sentido que se le ha dado después. Lo «único» que necesitaba un hombre para poseer un libro y su contenido era tener la capacidad económica para reproducirlo, para copiarlo, en cualquier caso. El hecho de que ese poder económico que permitía el acceso a la cultura, al conocimiento, estuviera acumulado en muy pocas manos es irrelevante para los propósitos de esta reflexión, aunque por lógica no para otros aspectos que puedan suscitarse. Los impresores y su labor Los impresores alentados por los estados se convierten en transmisores únicos del conocimiento. La llegada de la imprenta, ya se ha dicho muchas veces, supuso un abaratamiento de los costes de producción y una posibilidad mayor, al menos teórica, de difusión del conocimiento, pues se acortaba el periodo de producción de un libro y también su coste. Pero con la aparición de la imprenta apareció también en escena la figura del empresario productor de libros como objetos materiales y, aunque a primera vista podría pensarse que la separación de funciones entre el productor de ideas y el productor de los medios para su transmisión podría favorecer una mayor independencia del mundo de la cultura, a la postre esta separación no fue tal, y la independencia de los productores de ideas quedó supeditada a la capacidad de producción de los productores de libros. De hecho, en la práctica, lo que se produjo fue un paso hacia atrás pues se fundieron los conceptos de conocimiento (inmaterial) con el soporte para su circulación (material), el libro. Por otro lado comenzaron a aparecer los intelectuales que «vivían del producto de su trabajo», no solo de las clases que pronunciaban en las aulas, de las manutenciones que recibían de sus mecenas, sino de la venta de esas ideas materializadas en esos medios de transmisión del conocimiento, de la venta de «sus libros». Esa simbiosis idea-libro se fue consolidando debido a numerosos mecanismos y quizás alcanzó su plenitud con las leyes de la propiedad intelectual que han llegado hasta nuestros días. Sin embargo, no podemos pasar de puntillas sobre este proceso y necesitamos ahondar un poquito más, aunque sea en unas pocas líneas, en las razones que lo propiciaron. De un lado tenemos a los empresarios, los impresores, que arriesgaban un dinero en la producción de unos objetos para los que tenían que asegurar un mercado, ya que tenían que recuperar esa inversión realizada. De otro tenemos a los poderes públicos, interesados en que la cultura y el conocimiento se difundieran pero incapaces de financiar esa transmisión del saber por sí mismos. En este aspecto habría que recordar que el principal agente cultural de otras épocas, la Iglesia, había comenzado su propia transformación y por otra parte no podía atender por sí misma al aumento de la demanda de conocimiento que se produjo en la Edad Moderna. Por otro lado, los ricos hombres que hacían ejercido de mecenas durante siglos entraron también en crisis por los propios cambios economicosociales. Los propios estados, recién fundados en su concepción moderna, debían atender con sus arcas, por cierto no muy bien provistas, a otras necesidades más perentorias cuando no a sus propias guerras de consolidación. La cultura, el conocimiento, necesitaba expandirse, pero la única forma viable de hacerlo era recurriendo a la iniciativa privada, a los impresores. Pero estos, como empresarios a fin de cuentas, no arriesgaban su dinero si no era con garantía de recuperación, y así los estados tuvieron que proporcionarles algún tipo de garantía para alentarlos en su tarea. Las garantías vinieron por la vía del «monopolio», con el aseguramiento de ser los únicos en la producción material de la obra intelectual... Por otro lado, los altos costes de producción desalentaban per se las iniciativas de competencia que alguien pudiera tener sobre una determinada obra. En cualquier caso, producir una copia «ilegal» de la obra iba a resultar claramente más caro que la obra «legal» por lo que los intentos de saltarse la ley serían tan anecdóticos que ni tan siquiera merecería la pena establecer un sistema policial que vigilara el cumplimiento de dicha ley. Por su parte, el productor de ideas se asegura junto a la difusión de éstas por la única vía posible, una remuneración, que aunque menguada y dependiente del impresor, le permitiría encarar otros proyectos, otros libros.
Las nuevas tecnologías aparecen en escena Los costes de producción se abaratan y las ideas vuelven a separarse de su soporte Este modelo de producción-difusión ha venido funcionando durante mucho tiempo y se ha llegado, incluso, a rendir un culto exagerado a esos llamados «derechos de la propiedad intelectual» al desvincularlos del medio y circunstancias en las que nacieron, algo que en sí no tiene justificación, pues no son comprensibles estos derechos fuera de las condiciones materiales en las que se producían los libros en siglos pasados. Sin embargo, y como era de prever al estar tan unidos, la revolución que las nuevas tecnologías han supuesto para la difusión del conocimiento ha hecho que esos derechos de la propiedad intelectual estén siendo revisados, aunque con la resistencia férrea de los sectores más tradicionales. Hagamos un alto en el camino para referirnos a un cuentecillo ampliamente reproducido y traducido, escrito por uno de los padres del software libre, Richard Stallman. En El derecho a leer (1) Richard Stallman cuenta una historia sencilla, localizada en tiempos, en la que alguien tiene que decidir saltarse una ley, absurda, pero ley, cuya infracción puede no solo acabar con su brillante carrera sino llevarle a algún tipo de castigo penal. Dicha ley prohibe el «préstamo» de libros, entendiendo dicho préstamo como el mero hecho de que otra persona pueda pasar sus ojos por el texto, ya que el derecho a leer es individual, dado individuo a individuo, obra a obra, mediante el correspondiente pago de la licencia que da acceso a esa lectura. La novia del protagonista necesita para terminar su tesis ese libro que su amigo tiene, necesita incorporar unas citas a su trabajo, pero no tiene dinero para comprar esa licencia que le permite hacerlo. Sin esa licencia ella no podrá terminar su carrera ni proyectar una vida en común... Pero si la ley es férrea y tajante, los controles no lo son tanto, y el protagonista sabe que la probabilidad de ser descubierto es pequeña y decide arriesgarse... Años después, lejos de aquel lugar y habiendo formado una familia ambos luchan por un mundo en el que los libros puedan circular libremente y ningún estudiante carente de medios pueda ver comprometidos su futuro y su vida. Desde las primeras ediciones del cuento, las notas a pie de página avisaban de que aquello no era una historia de anticipación; esas situaciones se estaban dando de una forma o de otra en algunas universidades estadounidenses donde el acceso a ciertos trabajos de investigación pasaba por las consabidas licencias. Poco tiempo después leímos en la prensa que en el Parlamento francés se estaba discutiendo una ley por la que las bibliotecas deberían pagar un canon por cada libro prestado y de esa forma compensar las hipotéticas «pérdidas» que los editores tenían al no vender esos libros. Algo tan normal para el mundo de la ciencia y de la sociedad en general como el préstamo de libros, como el derecho a leer, podía resultar en una acción ilegal, y ¡ojo!, que se hace necesario recordar que ilegal no quiere decir ilegítimo y menos inmoral. Tampoco hace falta que traspasemos nuestras fronteras; el copyright que reproduzco a continuación es copia literal del que aparece en la edición de uno de nuestros hitos clásicos: «Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos». La edición material, es decir la transformación en libro y CD-ROM, ha sido llevada a cabo por una empresa privada, pero la concepción de la obra, dirección y realización...., es decir, de las ideas y de lo que aporta al mundo del conocimiento, ha sido llevada a cabo por una entidad pública y por supuesto, financiada con fondos públicos. Esta prohibición de distribuir la obra mediante préstamo o alquiler (a dejársela a los amigos gratuitamente de momento sí parece que estemos autorizados) podemos verla en más de una publicación, pero verla en una obra que ha sido concebida para el mejor conocimiento de nuestros clásicos, de nuestra cultura, choca doblemente. ¿Dónde estaría mejor esta obra que en una biblioteca de barrio pasando de mano en mano? Desconozco si para esas bibliotecas de barrio, universitarias o de cualquier otra clase, hacen ediciones especiales más permisivas, pero la cautela legal la he sacado de la propia página en Internet donde se da publicidad a la obra y no sé si por prudencia o temor no he querido preguntar porqués. A lo mejor ha sido un mero descuido del administrador de la página que se ha limitado a copiar lo que ponía la edición impresa, pero me cuesta pensar que ese aviso esté en Internet por un error y que a nadie le haya llamado la atención. Para darnos algo de alivio ante situaciones como la precedente voy a recordar otro cuentecillo, una anécdota, que circula también por Internet2 y que sus referentes sitúan en la plaza de un mercado bajomedieval en el reino de Aragón. Un hombre mantiene un puestecillo de carne asada para refrigerio de los que acuden al mercado. Sobre la parrilla se asan, convenientemente espetados, los suculentos trozos de carne que desprenden un agradable olor e invitan a degustarlos; un viandante se para cerca del puesto, olfatea, parece gustar de ese olor que deja la carne pero no parece dispuesto a comprar uno de aquellos trozos; el vendedor se siente molesto y le pide que se retire, el viandante se niega, la plaza es de todos, entonces el asador le pide una moneda por olfatear su carne, el viandante vuelve a negarse, llegan a las manos y aparece la figura del justicia, personaje altamente popular, respetado y sabio. Enterado de la causa de la disputa el justicia pide al olfateador una moneda, este se la entrega a regañadientes; el justicia la arroja al suelo haciéndola tintinear y luego pregunta al asador: «¿Has oído su sonido?». «Por supuesto -contesta el negociante». «Entonces, date por pagado -dice el justicia devolviendo la moneda al viandante- porque el sonido paga el olor lo mismo que una moneda paga un trozo de carne». Moraleja: material paga material, inmaterial paga inmaterial. De libros y manzanas Donde se amplía el concepto de bienes de un solo uso y bienes de múltiples usos. Si yo me como una manzana, otro no se la puede comer, pero por el mero hecho de leer un libro, de usar un programa informático o por oír una pieza musical, no estoy agotando la posibilidad de que otros lo disfruten también, bien simultáneamente o a continuación. Es más, si el olor de la carne puede llegar a todos sin que esa carne merme un ápice en su calidad, la lectura colectiva de El Quijote, por seguir con el ejemplo clásico, no solo no quita valor a la obra sino que se lo acrecienta, pues sus lectores aumentarán su conocimiento sobre esa lengua viva que es la obra clásica en sí y con ello la posibilidad de acceder a otras obras clásicas y aumentar el número de lectores potenciales. Cuanto mayor es el consumo de conocimiento, más conocimiento se genera. Los paladines de la lengua De cómo los «poderes públicos» actúan hoy en día ante la difusión de la lengua. Pero esto que parece de Perogrullo debe de ser dificilísimo de entender por esos que se consideran a sí mismos paladines y guardianes de la lengua, patrimonio por lo que se ve, no del pueblo, sino de un grupo de privilegiados. Élite o elite dispuesta a rasgarse las vestiduras, cuando no a acudir a los ataques o vejaciones (intelectuales, se entiende) a aquellos que osan transgredir las leyes sagradas de la lengua; lengua que ellos se encargan de guardar en arcas que cargan de cerrojos, para que nadie pueda penetrar en ese secreto si no pertenece a ese privilegiado grupo que puede pagar el uso de la llave. Porque ¿qué es esa licencia que restringe la difusión y la publicación de la obra sino un cerrojo? Seguirán diciendo los editores de hoy día, herederos de aquellos impresores de la Edad Moderna, que tienen que recuperar las inversiones que realizan para poner en el mercado esa obra que, por muy inmaterial que sea, necesita de materia para circular. Dirán los escritores que no pueden contentarse con el sonido de las monedas porque alguna vez necesitan comer carne y eso se paga con monedas... Dirán, también, estos mismos que deben preservar los frutos del trabajo y esfuerzo invertido en esa tarea, que de alguna forma, lo que es «suyo» (2) en sentido de autoría debe protegerse frente a la apropiación indebida de las ideas, y así, creyendo que amparando lo material preservan también lo inmaterial, se rebelan ciegamente ante todo lo que vaya contra lo que se salga del camino marcado y consagrado en siglos pasados. Pero sobre todo sorprende que instituciones públicas como las academias o institutos cuyo fin es difundir esa lengua de la que se sienten tan orgullosos, presenten todo tipo de trabas a la difusión y pongan con exclusividad en manos privadas, editoriales sobre todo, esta tarea, convirtiendo de este modo en negocio algo que no debería serlo. Por otro lado, nos alienta pensar que no todo es negro ni en contra en este panorama, y si bien la mayoría de las instituciones públicas no parecen haberse dado cuenta de las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, y algunos poderes públicos siguen empeñados en proteger nuestra «ñ» de amenazas que hace tiempo dejaron de serlo mediante la promulgación de leyes, coercitivas más que alentadoras. Esos mismos intereses políticos buscan, aunque a veces por caminos equivocados, la difusión de una determinada lengua en cierto territorio. En ese interés político, que a muchos puede molestar, puede que por una de esas paradojas, la lengua encuentre su camino a la libertad. Complejas son, ciertamente, las circunstancias del que tiene que comer de este trabajo intelectual que consiste en, digamos, escribir novelas o realizar obras musicales para divertimento o relajo del espíritu; ellos y sus editores deberán buscar nuevos caminos para sus obras, pero dejémoslos que lo hagan por sí mismos de momento, o dejémoslos que disfruten de ese status mientras puedan; todavía el modelo antiguo puede servir a sus fines. Pero centrémonos, sin más dilación, en el conocimiento que emana de las fuentes, ya sean públicas, institucionales, colectivas, particulares o individuales. Libertad también para el lingüista De cómo el profesional de la lengua saldrá beneficiado de estos mecanismos de difusión sin trabas de su propia obra. Y fijémonos en la labor del gramático, del lingüista (a fin de cuentas este artículo trata de justificar por qué la lengua debe ser libre) y cómo, ayudado por las nuevas tecnologías, su labor puede verse recompensada materialmente (nadie desea que nuestros intelectuales vivan en la miseria) y a la vez ser difundida sin trabas, no solo por el bien del objeto material de sus trabajos, la lengua misma, sino de sus usuarios, el pueblo, y finalmente de sus valedores: ellos mismos. Es poco probable que ningún lingüista, a principios del siglo XXI, parta de cero al realizar su trabajo de investigación; sus trabajos estarán basados en otros muchos, cuando no en uno solo que tratará de mejorar y es muy posible también que ciertos trabajos de ciertas características estén, a su vez, basados en las obras académicas, aunque «solo sea - como dijo alguien- para criticarlas o mostrar su total desacuerdo». Resulta un poco absurdo y redundante que si yo, por ejemplo, quisiera sacar una ortografía o hacer un diccionario del español, tenga que recurrir a «subterfugios», como por ejemplo copiosas citas, para llevar a mi papel lo que ya está escrito. ¿No sería más práctico para todos poder copiar libremente esos textos y trabajar sobre ellos, introduciendo como modificaciones o enmiendas lo que yo quiera añadir o cambiar de esa obra? La autoría del original puede quedar a salvo pero a la vez no limitar la labor de los que vienen detrás. ¿Por qué no enriquecer un diccionario ya hecho con nuestras propias aportaciones? Siempre se podrá publicar un «anexo», un volumen complementario, un «loquesea crítico», dirán los terceros..., pero el usuario de la lengua que anda por la calle se encontrará ante sí, en la práctica, con tres libros iguales aunque en el fondo sean diferentes. Puede que el usuario de a pie, a la hora de optar por uno de ellos, opte por uno cualquiera, pues cualquiera de ellos suplirá sus necesidades y puede que ni tan siquiera adquiera el más adecuado; comprará el diccionario que en ese momento alguien le «oferte» y se desentenderá de la ciencia que puedan tener los demás. Por el mero hecho de hacer tres libros diferentes no se van a comprar tres libros diferentes; se elegirá uno de ellos y el «conocimiento» que puedan aportar los otros se despreciará. Una competencia absurda y «desleal» se habrá producido entre estos autores de libros ansiosos de proteger su obra «original». ¿Y qué hará el especialista?, ¿el estudioso de la lengua? ¿Se verá obligado a adquirir por duplicado o triplicado los textos básicos? ¿No habría forma de facilitarle el acceso sólo a lo realmente nuevo? Téngase en cuenta también que los propios autores son a la vez sus principales clientes dentro de este mercado. ¿No están tirando cantos contra su propio tejado con esta hiperprotección? ¿No les convendría trabajar de una forma más colaborativa, y no solo a la hora de citarse y manejar «reconocimientos», sino para hacer una sola obra? Las nuevas tecnologías tienen ya herramientas que permiten organizar estos conocimientos colectivos como obras únicas para el lector, preservando a la vez la autoría de cada colaboración individual. Solo falta la voluntad de hacerlo, de someterse a esos nuevos modelos, y realmente tanto autores como editores deberán hacer un esfuerzo para avanzar en ese campo, en el de ofrecer y «vender» aquello que es realmente nuevo y no todo el conocimiento anterior trasladado a la obra nueva mediante artilugios que a veces rozan esas leyes de la propiedad intelectual que esos mismos autores y editores defienden a ultranza. Lo que se vislumbra en el horizonte Pero mientras editores y autores, científicos y lúdicos, siguen viendo la forma de «protegerse» con las leyes de siglos pasados, la comunidad científica e incluso la artística está buscando nuevos caminos más acordes con los tiempos. Fijémonos en esos autores científicos que no tratan de sacar provecho, dinero directo, de las lecturas de sus obras, sino que las ponen a disposición de todo el que las necesite para que sus ideas se difundan y se vaya creando, a su vez, la necesidad de ampliar ese conocimiento... Es en esas formas de transmisión del conocimiento más personalizadas: conferencias, consultas directas, trabajos de encargo etcétera, en los que los nuevos autores científicos (e incluso artísticos) están encontrado la nueva fuente de ingresos. Alguien tiene que pagar, y de hecho así es, por esta prestación directa, que siguiendo con la metáfora de las manzanas, equivaldría a esa manzana que solo uno puede comerse, pero piénsese que gracias a las nuevas tecnologías esas «manzanas» pueden llegar a multiplicarse sin que su hacedor haya tenido que multiplicar su esfuerzo, él habrá recibido su justiprecio, pero los que accedan a esos servicios después (por ejemplo a la copia en vídeo de una conferencia) no tendrán por qué pagar lo mismo que si hubieran estado en el aula... los costes de producción y de reproducción no tendrían que verse encarecidos por el valor del conocimiento, solo del soporte material en el que viajan. Y ese conocimiento irá alimentando la cadena y generando nueva demanda de conocimiento individualizado que satisfará e enriquecerá, (a lo mejor no metafóricamente, piénsese en los casos de Richard Stallman o Linus Torvalds) a sus autores. No vamos a insistir más en las nuevas posibilidades que se nos ofrecen y en la necesidad de no poner trabas a esa libre circulación de ideas; creemos que ya hemos dicho lo suficiente... pero sí se hace necesario finalizar haciendo referencia a las características de las nuevas licencias que van surgiendo pues es claro que mientras todas no desaparezcan, mientras convivan las antiguas «leyes» con las nuevas, estas tendrán que ajustarse de alguna manera a la pauta que aquellas marcaron (3). Y así para que las ideas puedan circular libremente no necesitan solo su deseo de hacerlo, ya que algún desaprensivo podría apropiárselas y no está el mal en que saque provecho, sino precisamente en que no se corte la cadena, en que apropiándose de algo que no es suyo prohiba su circulación posterior. Por ello es importante que las obras que nacen libres sean marcadas de esa forma acogiéndose a las nuevas leyes que protegen esos derechos de copia: las nuevas licencias permiten marcar como privadas o inalterables aquellas partes de la obra científica que así deban considerarse a la vez que protegen el derecho a modificar y copiar aquellas que así se definan y sobre todo a que nadie pueda poner trabas a esa difusión del conocimiento. Notas 1. El derecho a leer está disponible en varios sitios de Internet, por ejemplo en http://www.gsyc.inf.uc3m.es/sobre/right-to-read-es, [consultado marzo del 2001]. 2. Extraído de HERNÁNDEZ MONTOYA, Roberto. Breve teoría de Internet. [En línea] http://www.analitica.com/bitblioteca/roberto/teoria.asp, [consultada marzo del 2001]. 3. Se recomienda leer el texto de algunas licencias libres para entender cómo se protegen los derechos de autor en este mundo cambiante. GNU. «Various Licenses and Comments about Them». http://www.gnu.org/philosophy/license-list.html, [consultada marzo del 2001]. Copyright © 2001 María del Carmen Ugarte García. Se autoriza su reproducción y copia de acuerdo a la GNU Free Documentation License, versión 1.1 o posterior. Todas las secciones de este documento son «invariantes» pero pueden derivarse libremente trabajos de él. |
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