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La insignia
20 de agosto del 2001


Revista de prensa

Hijo mío, por qué me has abandonado


Bernardo Bertolucci
Radar, suplemento de Página/12. Argentina, 19 de agosto


Buenas noticias para los fanáticos de Bertolucci: acaba de editarse La tragedia de un hombre ridículo, la película que el propio director consideró el tercer acto de su saga Novecento, como explica en estas líneas, y que retrata, en la convulsionada Italia de los 70, la reacción de un padre (Ugo Tognazzi) y una madre (Anouk Aimeé) al secuestro de su único hijo.


Siempre he pensado que la cámara, más que un instrumento de grabación, es un instrumento que promete copiar, pero, en realidad, da algo en vez de tomarlo. Todo mi cine hasta La tragedia de un hombre ridículo expresaba una confianza, quizás algo paradójica, en la realidad como fuente de inspiración. Digo paradójica porque, a fuerza de arroparla con el estilo y la trama, el cine la descarnaba hasta reducirla a una especie de esqueleto (el esqueleto de un cuerpo se adivina, pero no se ve). En La tragedia, en cambio, ya no es el cine el que vampiriza la realidad para representarla: es la realidad quien secuestra la cámara, como si le hubiera llegado el turno de vampirizar el cine. He renunciado al equilibrio y armonía que intentaba en mis películas anteriores. He evitado intervenir sobre la violencia que se desarrollaba ante mis ojos: esa violencia con que la realidad secuestra la cámara. La primera consecuencia de esta nueva relación entre las fuerzas en litigio es la derrota de toda dramaturgia preestablecida. Cualquier telón, bajo los efectos de un ventilador, se deja henchir por el viento y nos transporta. Podrían decirse mil banalidades sobre una pantalla que, al levantarse, muestra la realidad que el proyector dibuja sobre ella. Pero, parafraseando a Hitchcock, prefiero decir que el telón es emocionante cuando se desgarra.

Primo, el personaje de Tognazzi, el “hombre ridículo” del título, es un héroe erosionado. Hablar de hombre ridículo es como hablar de poesía ridícula o de vida ridícula; es decir, de las cosas menos ridículas que uno pueda imaginarse. El ridículo es hermosísimo porque está más allá de la ironía, es la última frontera que todavía no han cruzado los vicios culturales, el narcisismo y la hipocresía que son el sustento de la actitud irónica. Por eso el hombre ridículo está en estado de gracia y se comporta sanamente, es decir como un “idiota”. Durante el rodaje, yo observaba a Ugo y me preguntaba si podía ser el guía para llevar esta historia más allá. Todo mi trabajo durante el rodaje consistió en ayudarlo a soportar el enorme peso del relato que había colocado sobre sus hombros. Mi mayor placer al rodar la película consistió en espiarlo continuamente, buscando el momento en que pudiera traicionarse. Siempre he espiado a los actores de mis películas fuera de rodaje, para poder pedirles, por ejemplo: “Me gustaría que te rieras como hace diez días, aquella noche en el restaurante, cuando X se inclinó hacia ti y te contó algo divertido”. Pero con Ugo fue diferente, porque esta vez no soy yo el que contempla, en primera persona; esta vez el voyeur es él: mi héroe ridículo.

El único personaje convencional de toda la película es el hijo raptado. Su imagen, lo que logramos saber de él en el transcurso de la investigación, es una especie de retrato robot, que sólo ofrece el perfil de un “típico” secuestrado. En cuanto a los demás, Barbara, la mujer de Primo (Anouk Aimeé) es francesa, habla con acento extranjero y se mueve entre los quesos y los cerdos como si hubiera llegado de otro mundo. Adelfo, el joven obrero que parece saberlo todo sobre el secuestro, es también sacerdote, especialista en confesiones y arrepentimientos. Laura es una obrera, una sindicalista, estudiante y al mismo tiempo la amante del hijo del amo. Muchos me han preguntado: ¿por qué Anouk Aimée? Porque es carismáticamente poética. Porque le sirve a Primo para su ascenso social y cultural. Porque Ugo y Anouk son tan diferentes que resultaba irresistible la idea de casarlos. Y porque Parma, ciudad agrícola, vivió su “ascenso” gracias a María Luisa de Austria, que trajo de París pasteleros, ebanistas y grandes arquitectos como Edmond Petitot.

En cuanto al secuestro en sí, no desencadena tensiones familiares sino que las diluye, porque el secuestro lo altera todo, incluso lo destroza. Ya ni siquiera el dormitorio existe para esa pareja. La desaparición del dormitorio corresponde a la desaparición de la escena primaria y por tanto de la imagen habitual de la familia. Sólo hay una escena de amor adulto en toda la película, y es muy casta. Cuando filmo a Anouk y Ugoacariciándose, no estoy espiando el dormitorio de mis padres, porque ellos se están acariciando en la cama del hijo.

Esta película es una especie de tercer acto de Novecento. De hecho, pensé terminarla con un rótulo que dijera Fin del tercer acto. Pero, mientras que los dos primeros actos aludían a la relación entre un autor italiano y la escena cinematográfica internacional, éste pone de manifiesto la relación entre el mismo autor y la realidad de su país. En el ‘45, Olmo (Gerard Depardieu) juzgaba al patrón y declaraba que la propiedad había terminado; ahora, Primo (que incluso confiesa haber sido partisano) cree poder trastocar el concepto de propiedad: no acepta la lógica aberrante del consumismo, bajo la forma de ese secuestro (es decir, de pactismo, de negociaciones de pago, de entrega de una mercancía especial, como el hijo secuestrado). Barbara, en cambio, que es absolutamente burguesa, la acepta. De hecho, Barbara nunca pone en duda que le devolverán a su hijo si logra reunir el dinero del rescate y es ella quien lo busca y lo encuentra: mientras Primo pasa toda la película haciendo preguntas, Barbara suministra las respuestas. Aun así, Primo se sirve de ella para poder superar las dificultades económicas por las que atraviesa su fábrica: supera todos sus problemas morales ante el proyecto político de utilizar el dinero del rescate para sacar adelante la fábrica. Y no tiene el menor escrúpulo en hacer creer a su mujer que el hijo está vivo, cuando él sabe, o cree saber, que ya lo han matado. Primo infringe las normas porque se niega a vivir el luto, como la moral impone. Utiliza a su hijo muerto como si fuera un abono. En realidad, entre Olmo y él existe una continuidad: Primo es, en cierto sentido, Olmo cuarenta años después. Es el padre convertido en “padrone”: un partisano patrón. En cambio, Laura y Adelfo, tal como Leonida (el niño que al final de Novecento amenaza al patrón con un fusil), representan la continuidad del comunismo campesino, que no vacila en detener al padre cuando se convierte en patrón. Y el padre los ve como terroristas.

Ya al final de la película, hablando con Barbara de los hijos, Primo dice que son monstruos, que ya no sonríen, que desprecian demasiado y aman demasiado, que nunca se sabe si su silencio pretende conmover o asustar. Y concluye que todos son criminales, o que al menos podrían serlo, con un razonamiento tomado de Pasolini. Laura y Adelfo llevan indudablemente a cabo una acción terrorista con Primo. Pero el suyo es un terrorismo utópico, que no tiene nada que ver con el italiano. Una vez obtenido de Primo el dinero del rescate, piensan utilizarlo para quitarle la fábrica al patrón y transformarla en una cooperativa. Se trata de un ideal propio del ‘68, pero la fantasía de los jóvenes terroristas debería alimentarse de ideales así. Quiero decir que el terrorismo me parece algo demasiado serio para dejarlo en manos de los terroristas. Me parecía imposible hacer una película sobre la Italia actual que no fuera también una película sobre el terrorismo. Porque el terrorismo, que ha fracasado como movimiento de masas, ha tenido sin embargo un extraordinario éxito en la transformación sociocultural, modificando las relaciones psicológicas entre las personas (para no hablar de los medios de comunicación, que en vez de informar, no hacen más que “aterrorizar” para vender más).

Cuando escribí el guión, intentaba contar la historia de un padre que asiste a la muerte de un hijo. No la de un hijo que mata al padre, que por otra parte es la historia de casi todas mis películas. Pero fue imposible: al final el hijo aparecía de nuevo, vivo, y el padre moría atropellado por un camión. En ese momento se oía en off la voz del padre muerto, que decía: “Les dejo la tarea de resolver el enigma de mi hijo Giovanni, secuestrado, muerto y resucitado”. Rodé este final, rodé otros, pero terminé rechazando todos aquellos en los que el padre moría, como en Ultimo tango, como en La estrategia de la araña o El conformista.

Tengo enormes dificultades con los finales, porque cuando trabajo en una película nunca querría terminarla. Mis guiones culminan siempre de un modo extraordinariamente preciso; el problema surge en el rodaje, que para míes el momento más pleno y feliz de la realización, a tal punto que voy aplazando continuamente su finalización. Porque, debo confesarlo, todo final me aterroriza.


Testimonio recogido del libro Scene madri de Bernardo Bertolucci, del cinéfilo italiano Enzo Ungari.



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